sábado, 1 de agosto de 2009

Conceptualización del campo de la salud


Por Floreal Ferrara

En los últimos tiempos se ha generalizado un esfuerzo lingüístico y conceptual para darle nombre apropiado a cada actividad, realizaciones e ideas referidas a la salud. Estos esfuerzos miden, aunque más no sea en parte, la tendencia que se está operando en el sentido de otorgarle al concepto de salud-enfermedad una precisión y encuadre que tiene que ver con las transformaciones que en su campo se producen y deben aún producirse.
Todo comienza con la caracterización de la salud con la necesidad de entenderla en el área de la comunidad y las clases sociales que la integran; con el convencimiento de verla adherida al proceso histó­rico donde se producen sus determinantes y se genera la distribución de sus condiciones entre los integrantes de la sociedad.
Comencemos por la definición de salud.
Ya en otras oportunidades se ha expresado el reconocimiento al avance que significó conceptualmente la idea de la O.M. S. al expresar que la salud es el completo estado de bienestar físico-mental y social, por el aporte significativo que ello implicó en la búsqueda de una totalización e integralidad -conceptual.
Resultó importante para el pensamiento sanitario la ampliación, del marco interpretativo más allá del único y frecuentemente limita­do marco de lo físico o biológico. Cuando la definición incluye a los aspectos mentales y sociales coloca a sus intérpretes en una posición de mayor amplitud, de mayor comprensión del proceso salud-enfermedad.
Sin embargo es también sabido que se le critica a tal definición
su apreciación básica de bienestar, vale decir la de otorgarle a la salud sólo la perspectiva de involucrar con el bienestar sus atributos de sentirse bien o de estar bien que transforma así a la definición en una simple e irreductible tautología.
Se ha creído que se hace necesario encontrar conceptos dinámi­cos que permitan abarcar con mayor potencialidad la idea de salud reemplazando a esta tautología que condiciona la palabra bienestar. Las expresiones utilizadas como sinónimos que intentan corregir esa tautología, adaptación, madurez, equilibrio tampoco han cumplido con el requerimiento profundo de la idea de salud-enfermedad. También ellas le otorgan un evidente sentido estático a la definición de salud.
Es necesario, por el contrario, hallar las referencias lingüísticas que abarquen el sentido dinámico de la salud-enfermedad, que com­prendan a la salud como una búsqueda incesante de la sociedad, como apelación constante a la solución de los conflictos que plantea la existencia.
Es oportuno remarcar el error generalizado de quienes no advierten que la adaptación completa, en cuanto equivale a la renuncia a la creación individual y social y al enfrentamiento de nuevos conflictos, es por ello mismo una forma clara de enfermedad. No es el conf1icto lo que define lo patológico, sino que es el bloqueo de los conflictos y la imposibilidad de resolver el conflicto físico, mental o social, lo que certifica la idea de enfermedad.
Ni la salud se define por su tautológica concepción del bienestar, ni por sus sustitutos que niegan el conflicto en cualquiera de sus áreas.
La salud tiene que ver con el continuo accionar de la sociedad y sus componentes para modificar, transformar aquello que deba ser cambiado y permita crear las condiciones donde a su vez se cree el ámbito preciso para el óptimo vital de esa sociedad
El dinamismo requerido para interpretar el proceso salud-enfermedad, pues se trata efectivamente de un proceso incesante, hace a
la idea de acción frente al conflicto, de transformación ante la realidad. Como el río de Heráclito, la salud nunca es la misma, como tampoco lo es la sociedad
No se detiene y en cada instante de su devenir es distinta del anterior, bien porque supera los conflictos que continuamente le interpone su historia o bien porque al sucumbir a los mismos ha terminado su proceso en el individuo, aunque renace constantemente en su sociedad.
Esto define la ubicación conceptual, al reparar en la salud-enfermedad como un proceso incesante, cuya idea esencial reside en sus caracteres histórico y social.
Para ello es necesario separarse, tomar distancia de las simples
definiciones tautológicas, o si se prefiere de aquellas enunciaciones de tal terminología física, mental y social, porque estas palabras están escondiendo, disfrazando o mejor callando la esencia misma del proceso salud-enfermedad
Ellas circunscriben a la salud dentro de una concepción ahistórica, casi eterna, fija, abstracta, que está particularmente moviéndose ­entre la idea de lo biológico, donde se unen el área física y mental y lo social, sólo vislumbrado como ámbito de acción de lo biológico.
En este último caso, los términos sólo tienen un mezquino "sentido verbal" y sus cultores al no descubrir. El carácter histórico-social que científicamente alcanza el proceso salud-enfermedad, no han superado las barreras de la terminología, más o menos vacía de contenido.
No es en realidad inoportuno señalar que también las palabras físico, mental y social como biológico y medio ambiente correspon­den a la idea de salud; son formas, aspectos de su existencia. Pero cuando se debe construir una concepción científica, integral de la salud, cuando se propone elaborar un objeto científico de la salud, entonces es imprescindible esculpir el concepto de salud como procesos con caracteres histórico y social.
Para definir este concepto, es necesario basarlo en la realidad compleja que domina su determinación, la cual constituye una formaci6n social que está dictada por el modo de producción de esa sociedad, en donde el contenido de la salud está señalado por esa realidad, por la totalidad social considerada en conjunto o por algu­no de sus diferentes niveles.
De esta manera el carácter histórico y social de la salud, más allá de los términos y las palabras, se distingue porque el objeto del análisis está determinado por una realidad que se caracteriza por su complejidad, para combinarse conforme los diferentes factores, niveles, instancias que la componen dando un modelo final resultado de determinaciones parciales, específicas y en definitiva articuladas por el nivel o el factor resultante del sistema productivo.
La salud reconoce así la especificidad de sus componentes, de sus factores y de sus diversidades, en las combinaciones de los mis­mos, en la supremacía o dependencia de determinado elementos según el lugar y tiempo; y más aun está entonces capacitada para observar y comprender la determinación de cada elemento en fun­ción de los demás, de su estructura sanitaria global en función de las otras realidades. Esto mismo es lo que exige una precisión, en el sen­tido de encontrar en estas determinaciones, la fuerza dominante, aquella que presiona desde el origen y condiciona la resistencia o el avance de las de las demás.
Asimismo, al descubrir el objeto real de su problemática, está lanzando sobre su campo científico nuevos conocimientos, nuevas formas de entendimiento, luego que pudo enmarcarse la configuración de su propia estructura.
Ahora la salud, entendida como proceso con caracteres histórico-sociales, despojada del individualismo al que la había recluido el análisis clínico, aligerada de palabras y términos, liberada de los unicausales que la ataban y no permitían descubrirla, se ha convertido en un objeto científico que habiendo sufrido esta conmoción cualitativa, se ha transformado, mejor, se está transfor­mando en una nueva complejidad, cuya estructura todavía es necesa­rio conocer Y despejar.
Para ello es imprescindible que aún logre separar de su campo operativo algunas redes y espesuras que limitan su observación. Entre ellos es necesario despojarla de su apetencia por los he­chos y fenómenos sanitarios distribuidos sobre su área de acción como simples datos mensurables. La medicina contemporánea ha utilizado y utiliza estos datos cuantificables como la esencia científica en su búsqueda y definición.
En realidad con esta concepción histórico-social se busca obte­ner la conceptualización del objeto de estudio, sin dejar de utilizar las medidas y cantidades, pero sabiendo que si la salud no es cuanti­ficable es porque precisamente se trata del concepto de sus formas, de esas que son medibles. Aquí reside uno de los secretos del cambio cualitativo. El campo sin heterogeneidades Y lleno de los componentes de la salud (peso, presión, colesterol, mortalidad, morbilidad, medio interno) ya no constituye un simple y circunscripto dato sanitario, ahora se exige la definición de su concepto, esto es decir la caracterización, límites y condiciones de sus componentes homogéneos y mensurables. Se extrema el análisis y se busca la relación determinante, la razón de sus cifras y medidas; no sus cifras y medidas.
Para la salud más que sus cuantificaciones biológicas y aun psicológicas y sociales lo que importa es su concepto dinámico produ­cido y produciéndose en el propio tiempo histórico- social que la determina.
La otra oscuridad que aún abruma su conceptualización, se une a la idea de que este campo homogéneo y medible de los aconteci­mientos sanitarios, tiene una relación directa con los hombres que en él se reúnen. De esta forma esta espesura concibe en los seres humanos y sus requerimientos y necesidades, todos los actos por los cuales los acontecimientos sanitarios se producen y se distribuyen en la población.
Así el hombre es el fundamento del hecho sanitario. Todas las circunstancias que han de darse en el campo de la medicina, son por este camino el producto de las necesidades y los padecimientos del hombre. En él reside el problema y con esta, concepción la espe­sura de los entretejidos que dificultan la verdad científica se duplican.
Por un lado porque con esta idea el problema finca en analizar y conocer al hombre. Llegar a la antropologización de la salud y de esa manera quedarse en el síntoma no reconocer la causa determi­nante, es decir no ver en los hombres, en los individuos enfermos o sanos sólo a los portadores de las relaciones sociales que genera el sistema productivo. El error en este sentido de la espesura, consiste en que la medicina tradicional al recabar la razón de las causas de la enfermedad en el individuo, no entiende el problema real, que con­siste en las maneras de la existencia histórica de las individualidades señaladas por el sistema productivo.
Por el otro lado, al pensar a lo sanitario como compuesto siempre por seres igualmente sometidos a necesidades, se puede tratar sus efectos colocando como suspendidos, negados, al conjunto de tales ­sujetos; su situación es universalmente comprendida en la generalidad universal de sus necesidades y ello ha llevado a la ciencia de la salud tradicional, antes y aún en nuestro tiempo, a tratar a los problemas sanitarios en absoluto, también como suspendidos asépti­camente en el aire, para todas las formas de sociedad, tanto las de antes, las de ahora y las que vendrán.
Este enfoque antropológico le da a la medicina una errónea composición de eternidad que ha visto en todos los tiempos los pro­blemas enfocados como si fueran abordables por soluciones igual­mente eternas, por esa concepción equivocada que hace del hombre el objeto eterno, siempre idéntico en su preocupación.
Al entender a la salud por su concepto, por el contrario, los pro­blemas sanitarios, las situaciones de salud-enfermedad dejan de enfo­carse como una relación causal simple, lineal, homogénea; se representan objetivamente como integrantes de un sistema profundo y complejo, adheridos a otra realidad más compleja aún que le es determinante y que se expresa globalmente como sistema productivo del cual y por el cual existe Este sistema productivo que se plasma por las fuerzas productivas y las relaciones sociales que son su consecuencia genera la estructura básica desde la cual se dan las condiciones generatrices de la salud-enfermedad.
Por eso la salud o lo sanitario que la incluye no tiene sólo la cualidad de un dato, ni siquiera del signo inmediatamente comprobable; su precisión requiere en todos los casos, primero la construcción de su realidad propia y compleja, de cada enfermedad o estado de salud y luego, ésta es la profundización insoslayable, a su vez la construcción de la realidad del sistema productivo, también con su complejidad, que constituye la estructura básica de la interpretación de la salud.
Así el .concepto de salud se elabora, debe ser elaborado, para cada modo de producción tal como el concepto para cada una de las enfermedades, recabando original y exigentemente esta construcción del concepto de su objeto, en la profundidad compleja del sistema productivo y sus relaciones, es decir ahondando el carácter histórico y social de su esencia y existencia como concepto.
Ese recabar profundo y exigente para la salud es la búsqueda honda de su determinante, que se aleja de la interpretación lineal, simple, de la causa. Se exige alcanzar el amplio principio de la determinación o de producción legal con sus dos componentes, el principio genético (nada surge de la nada ni se convierte en la nada) y el principio de la legalidad (nada ocurre en forma incondicional, arbi­traria, ilegal).
Se trata, en este sentido, de la determinación de todas y cada una de las realidades de la salud-enfermedad, de su presencia como tal, acabada y existente Y por lo tanto subordinadas, exigidas, impul­sadas, en fin, determinadas por la realidad ordenante, exigente, do­minante, en suma por la determinación de las formas productivas y las condiciones sociales que engendra cada proceso de producción.

También la epidemiología

Debe sumarse a los elementos que se requieren para enfrentar el criterio contemporáneo de la atención de la salud, la idea actual de la Epidemiología.
Quizás pueda arrancarse con la síntesis orientadora expresada por C. Taylor en la reunión de Ginebra de octubre de 1969 cuando señalaba que la epidemiología es la investigación básica a nivel comu­nitario o con menos tono profesional identificarla con lo que Kerr White denomina simple definición y la extiende al estudio de aquello que le acaece a la gente.
También puede optarse por el más simple enfoque de abarcarla a punto de partida del significado etimológico actual de tal palabra. Así la epidemiología comprende el estudio de todo lo que recae, lo que está sobre el pueblo.
Pero la preocupación actual para delimitar con precisión la idea de Epidemiología va más allá de las generalidades y de la simple con­vocatoria verbal o terminológica.
Se requiere porque tiene que alcanzar a reemplazar el criterio clínico que cubrió un largo período de la historia de la salud y que 'precisamente correspondió a un enfoque para el conocimiento de la salud-enfermedad situado dentro de una dimensión individual. Esta dimensión analizó minuciosamente los procesos que en el individuo caracterizaron sus situaciones orgánicas, funcionales y aún psíqui­cas-afectivas, circunscriptas a tal límite unitario.
Aun cuando sus contribuciones al conocimiento del proceso de la salud-enfermedad han resultado apreciables, estos tiempos ya han demostrado la incapacidad en la que tal criterio clínico se encuentra para entregar eficazmente soluciones para los grandes interrogantes, que los no menos inquietantes problemas sanitarios de las comunida­des presentan cotidianamente.
Pero el propio camino de la epidemiología y la delimitación de la conceptualización de su objeto y de los elementos determinantes para las condiciones de tal objeto, esta sufriendo la influencia de los procesos colectivos, que generados por las condiciones sociales, per­miten ir elaborando una herramienta científica ajustada a esos requerimientos. Por eso mismo, también los criterios.epidemiológicos tradicionales deben ser puestos en cuestión, están siendo cuestionados, particularmente, cuando el análisis objetivo de la realidad co­mienza a enfocar a las situaciones de salud-enfermedad y reconoce en el modo de producción y en la inserción de los hombres en las relaciones sociales generadas por esas formas productivas, la complejidad patógena determinante.
Aquí reside la bifurcación de caminos entre la epidemiología tradicional y la nueva epidemiología cuya construcción es necesario afianzar constantemente, no sólo en el planteo teórico de su concep­ción, sino también en el análisis y la experimentación obligada.
Para la epidemiología tradicional la causalidad se define como la asociación existente entre dos categorías de eventos, en la cual se observa un cambio en la frecuencia o en la cualidad de uno que sigue a la alteración del otro.
Para estos epidemiólogos la asociación de los hechos puede producirse por una vinculación no causal o secundaria y por una asociación causal que a su vez puede ser directa o indirecta, pero refirman que la meta del conocimiento completo requiere el estudio de las asociaciones hasta que se identifiquen los mecanismos causales más directos que se puedan observar.
Es muy importante retener esta meta que proponen los epide­miólogos tradicionales, porque en ella se puede observar la reducción de la causación a la ocurrencia concomitante de dos hechos, como dice Bunge alcanzar la proposición si C (y sólo entonces) siempre E no implica una conexión genética, sino una asociación externa …que nada dice de la naturaleza activa y productiva que suele atribuirse a los agentes causales.
Esta proposición que Mac Mahon considera el cenit del conocimiento completo, se viste de corte científico en cuanto plantea que su búsqueda debe hacerse hasta el infinito, cuando en realidad su equivalente concluye en la más simple e insuficiente propuesta de la forma C causa E y que sólo expresa una relación constante entre dos términos, una condicionalidad que no da testimonio ni de la univocidad, ni del carácter genético de la vinculación entre C y E. Como lo expresa categóricamente Bunge no manifiesta la productivi­dad o eficacia de la causación; en suma no dice que el efecto es pro­ducido por la causa, sino que tan solo está regularmente asociado con ella8.
Esta epidemiología tradicional con esta reducción de la causación n a las vinculaciones o asociaciones constantes y directas, cuando menos, soportan un error de simplificación, el que identifica a la causalidad con una de sus posibilidades. Sin embargo esta simplificación vuelve a ratificar la ubicación prejuiciosa del empirismo en su reduccionismo parcial e interesado en el análisis de los hechos y sus leyes de producción. Esta reducción a una causación simple, es tam­bién cuando menos, sospechosa de ser artificial.
Para romper este cerco de la causación a la vinculación constan­te los epidemiólogos como Mac Mahon, han creado la idea de la red causal diciendo que los hechos nunca dependen de causas únicas pero apresúranse a pensar que por este juego de la multicausalidad debe considerarse toda la genealogia más propiamente como una red, que en su complejidad y origen queda más allá de nuestra comprensión9•
Es posiblemente este horror a la incomprensión, o este temor a llegar al fin posible de la causación el que los lleva a ejercitar un mecanismo igualmente erróneo cuando deben seleccionar los compo­nentes multicausales. Utilizan nuevamente un reduccionismo parcial e interesado que destruye la posibilidad de pensar ciertamente en la multicausalidad.
Así manifiestan que el mecanismo de "cadena" es el que muchas variables pueden estar relacionadas con un efecto individual de for­ma tal que C está causalmente unido a D; D a E; E a F y así sucesivamente_ hasta que, finalmente Q juegue una parte importante en el desarrollo de la enfermedad, de modo que su eliminación produzca un efecto sustancial.
Bunge define claramente a este enfoque multicausal al que denomina causación conjuntamente múltiple y dice que ya sea que la causa pueda o no analizarse en una gradación neta de factores, la pluralidad conjuntiva de causas se reduce a la causación simple... La plurali­dad conjuntiva de causas no pertenece al dominio de la causación múltiple auténtica, sino que constituye cuando mucho una variedad de la causación simple.
Esto es lo que refirma un epidemiólogo moderno cuando señala que aunque la red articula un complejo de componentes, el nexo causal último es simple... y con eso, quedamos sencilla y llanamente en la añeja unicausalidad, en la búsqueda de la primera causa, que como ya está reconocido, siempre se trata de una hipótesis teológica; de la metafísica unicausal.

La determinación de la salud -enfermedad

La epidemiología tradicional, corno ya se dijo, respondió con. la multicausalidad, en una agrupación, casi hasta el infinito, de factores a los cuales no les estableció calidades y pesos diferenciales y a los que seleccionará hasta otorgarles la característica de causa directa, otra vez unicausal.
Pero la epidemiología moderna, esta que está elaborando con­ceptualmente su objeto, que debe continuar en tal construcción; acepta que la salud muestra una determinación estructura] o totalista porque se subordina la parte al todo porque ya definitivamente sabe que no hay causalidad lineal posible y única, que los fenómenos sanitarios deben ser pensados y observados como determinados por estructuras que pueden serle propias pero a su vez determinados por la estructura del modo de producción
Es cierto que los fenómenos de salud-enfermedad tienen determinación estadística, su resultado final está determinado por el influjo conjunto de situaciones independientes o relacionadas; que no pueden obviar las acciones recíprocas, o interdependientes; que sufren y reciben la determinación dialéctica, aquella que Bunge llama de autodeterminación. cualitativa, donde la totalidad del proceso también se-alcanza por palucha, el diálogo interno y la síntesis subsiguiente de sus componentes opuestos; también sienten la simple determinación causal, ésa de la determinación del efecto por la causa externa, porque la salud-enfermedad no está libre de las influencias exteriores .
Todas estas estructuras determinantes que tienen determinación sobre la salud-enfermedad, logran su importancia, calidad y peso, así como el valor de las relaciones generadas entre ellas mismas, por la _determinación exigente y dominante que sobre ellas ejerce la estructura global, aquella que engendra la producción y las relaciones sociales que son sus consecuencias.
A esta presencia de la estructura global sobre sus efectos (las otras estructuras señaladas) en la epidemiología moderna debemos denominarla causalidad estructural, que al incluir a la estructura social determinante, incorpora el componente histórico del análisis de la salud-enfermedad y reconoce en tal estructura económica la determinación de los niveles de salud-enfermedad según las deferentes clases sociales, que son la consecuencia de esa estructura determinante.
Esta categorización social que significan las clases sociales, aparece como el marco adecuado para por su conocimiento alcanzar epidemiológicamente la comprensión del proceso salud-enfermedad y su determinación. Supera la idea de la tríada ecológica y reemplaza su ineludible resultado de causación simple, por la sumatoria articulada, de estrecha combinación de las demás categorías de la determinación que se enunciaron y que responden, admiten, la determina­ción causal, estadística, interactiva, dialéctica y aun teleológica.
A esta categoría de la clase social, Laurell incorpora la catego­ría proceso de trabajo, que tiene que ver con las características de los distintos procesos directos de producción, vale decir la proble­mática de las condiciones concretas de trabajo.
Puede entenderse sin embargo, que rnás que una nueva categoría social, el proceso de trabajo, cuya abundancia no daña en la comprensión del criterio de salud-enfermedad, puede ser concebido co­mo incluido en la clase social.
En esta clase social su delimitación está brindada por la inserción de cada grupo en el aparato productivo, así como también por, las relaciones en que tales grupos se encuentran frente a los medios de producción, por el juego que desarrollan en la propia organización laboral y por la fórmula, cantidad y proporción que reciben del producto social del que en gran medida son sus creadores.
En realidad el proceso de producción está integrado por el proceso de trabajo y las relaciones sociales que genera ese proceso de producción. Estas dos circunstancias determinadas por el proceso de producción constituyen un bloque unitario, pero en el cual el proceso de trabajo, su ritmo, su calificación técnica, no es el que desempeña la situación predominante; sino que son las relaciones de producción las que ejercen la predominancia.

miércoles, 8 de julio de 2009

Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la experiencia

Por Giorgio Agamben

¡Oh, matemáticos, aclaren el error!
El espíritu no tiene voz, porque donde hay voz hay cuerpo.
LEONARDO

I

En la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realiza¬ble. Pues así como fue privado de su biografía, el hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mis¬mo. Benjamín, que ya en 1933 había diagnosticado con precisión esa "pobreza de experiencia" de la época moder¬na, señalaba sus causas en la catástrofe de la guerra mun-dial, de cuyos campos de batalla "la gente regresaba enmu¬decida... no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles... Porque jamás ha habido experiencias tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trinche¬ras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que ha-bía ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un cam-po de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano".
Sin embargo hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamien¬to; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscui¬dad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hom¬bre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos -divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros- sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.
Esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insoportable -como nunca antes- la existencia cotidiana, y no una supuesta mala calidad o insignificancia de la vida contemporánea respecto a la del pasado (al con¬trario, quizás la existencia cotidiana nunca fue más rica en acontecimientos significativos). Es preciso aguardar al siglo XIX para encontrar las primeras manifestaciones literarias de la opresión de lo cotidiano. Si algunas célebres páginas de El ser y el tiempo sobre la "banalidad" de lo cotidiano -en las cuales la sociedad europea de entreguerras se sintió de¬masiado inclinada a reconocerse- simplemente no hubie¬ran tenido sentido apenas un siglo antes, es precisamente porque lo cotidiano -y no lo extraordinario- constituía la materia prima de la experiencia que cada generación le trans¬mitía a la siguiente (a esto se debe lo infundado de los rela¬tos de viaje y de los bestiarios medievales, que no contienen nada de "fantástico", sino que simplemente muestran cómo en ningún caso lo extraordinario podría traducirse en expe¬riencia). Cada acontecimiento, en tanto que común e in-significante, se volvía así la partícula de impureza en torno a la cual la experiencia condensaba, como una perla, su propia autoridad. Porque la experiencia no tiene su correlato necesario en el conocimiento, sino en la autoridad, es decir, en la palabra y el relato. Actualmente ya nadie parece dis¬poner de autoridad suficiente para garantizar una experien¬cia y, si dispone de ella, ni siquiera es rozado por la idea de basar en una experiencia el fundamento de su propia auto¬ridad. Por el contrario, lo que caracteriza al tiempo presente es que toda autoridad se fundamenta en lo inexperimentable y nadie podría aceptar como válida una autoridad cuyo único título de legitimación fuese una experiencia. (El rechazo a las razones de la experiencia de parte de los movimientos ju-veniles es una prueba elocuente de ello.)
De allí la desaparición de la máxima y del proverbio, que eran las formas en que la experiencia se situaba como auto¬ridad. El eslogan que los ha reemplazado es el proverbio de una humanidad que ha perdido la experiencia. Lo cual no significa que hoy ya no existan experiencias. Pero éstas se efectúan fuera del hombre. Y curiosamente el hombre se queda contemplándolas con alivio. Desde este punto de vista, resulta particularmente instructiva una visita a un museo o a un lugar de peregrinaje turístico. Frente a las mayores maravillas de la tierra (por ejemplo, el Patio de los leones en la Alhambra), la aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia: prefiere que la experiencia sea capturada por la máquina de fotos. Naturalmente, no se trata de deplorar esa realidad, sino de tenerla en cuenta. Ya que tal vez en el fondo de ese rechazo en apariencia de-mente se esconda un germen de sabiduría donde podamos adivinar la semilla en hibernación de una experiencia futu¬ra. La tarea que nos proponemos -recogiendo la herencia del programa benjaminiano "de la filosofía venidera" - es preparar el lugar lógico donde esa semilla pueda alcanzar su maduración.

Glosa

Un relato de Tieck, que se titula "Lo superfluo en la vida", nos muestra a una pareja de amantes arruinados que poco a poco renuncian a todos los bienes y a toda actividad externa y terminan vivien¬do encerrados en su habitación. Finalmente, ya sin disponer de leña para el fuego, para calentarse que¬man también la escalera de madera que conectaba su habitación con el resto de la casa y quedan aisla¬dos del mundo exterior, sin otra posesión y sin otra ocupación que su amor. Esa escalera -nos da a en¬tender Tieck- es la experiencia, que ellos sacrifican en las llamas del "conocimiento puro". Cuando el dueño de casa (que representa las razones de la expe¬riencia) regresa y busca la vieja escalera que condu¬cía al piso alquilado a los dos jóvenes inquilinos, Enrique (es el nombre del protagonista) lo ridiculi¬za con estas palabras: "Pretende basarse en la vieja experiencia del que permanece en el piso y quiere moverse lentamente, subiendo un peldaño después de otro, hasta la más alta comprensión, pero nunca podrá alcanzar nuestra intuición inmediata, pues nosotros ya hemos abolido todos esos triviales mo¬mentos de la experiencia y de la sucesión para sacri-ficarlos al conocimiento puro, siguiendo la antigua ley de los Parsis, con la llama que limpia y vivifica".
Tieck justifica la supresión de la escalera, es de¬cir, de la experiencia, como una "filosofía de la pobreza que les impuso el destino". Una similar "filosofía de la pobreza" puede explicar el actual rechazo a la experiencia de parte de los jóvenes (aun¬que no sólo de los jóvenes: indios metropolitanos y turistas, hippies y padres de familia están manco¬munados -mucho más de lo que estarían dispues¬tos a reconocer- por una idéntica expropiación de la experiencia). Pues son como aquellos personajes de historieta de nuestra infancia que pueden cami¬nar en el vacío hasta tanto no se den cuenta de ello: si lo advierten, si lo experimentan, caen irre¬mediablemente.
Por eso, si bien su condición es objetivamente terrible, nunca se vio sin embargo un espectáculo más repugnante de una generación de adultos que tras haber destruido hasta la última posibilidad de una experiencia auténtica, le reprocha su mi¬seria a una juventud que ya no es capaz de expe¬riencia. En un momento en que se le quisiera imponer a una humanidad a la que de hecho le ha sido expropiada la experiencia una experiencia manipulada y guiada como en un laberinto para ratas, cuando la única experiencia posible es ho¬rror o mentira, el rechazo a la experiencia puede entonces constituir -provisoriamente- una defen¬sa legítima.
Incluso la actual toxicomanía de masas debe ser vista en la perspectiva de esa destrucción de la ex¬periencia. Quienes descubrieron la droga en el si¬glo XIX (acaso los menos lúcidos entre ellos) toda¬vía podían abrigar la ilusión de que efectuaban una nueva experiencia, mientras que para los hombres actuales ya sólo se trata de desembarazarse de toda experiencia.

II

En cierto sentido, la expropiación de la experiencia esta¬ba implícita en el proyecto fundamental de la ciencia mo¬derna. "La experiencia, si se encuentra espontáneamente, se llama 'caso', si es expresamente buscada toma el nombre de 'experimento'. Pero la experiencia común no es más que una escoba rota, un proceder a tientas como quien de no¬che fuera merodeando aquí y allá con la esperanza de acer¬tar el camino justo, cuando sería mucho más útil y pruden¬te esperar el día, encender una luz y luego dar con la calle. El verdadero orden de la experiencia comienza al encender la luz; después se alumbra el camino, empezando por la experiencia ordenada y madura, y no por aquella discontinua y enrevesada; primero deduce los axiomas y luego procede con nuevos experimentos". En esta frase de Francis Bacon, la experiencia en sentido tradicional-la que se traduce en máximas y proverbios- ya es condenada sin apelación. La distinción entre verdad de hecho y verdad de razón (que Leibniz formula al afirmar que "cuando se espera que ma¬ñana salga el sol, se actúa empíricamente, porque ha pasa¬do siempre así hasta hoy. Sólo el astrónomo juzga con ra¬zón") sancionó ulteriormente esa condena. Pues contraria¬mente a lo que se ha repetido con frecuencia, la ciencia moderna nace de una desconfianza sin precedentes en rela¬ción a la experiencia tal como era tradicionalmente enten¬dida (Bacon la define como una "selva" y un "laberinto" donde pretende poner orden). De la mirada en el perspicillum de Galileo no surgirán fidelidad y fe en la experiencia, sino lá duda de Descartes y su célebre hipótesis de un demonio cuya única ocupación consistiera en engañar nuestros sentidos.
La certificación científica de la experiencia que se efec¬túa en el experimento -que permite deducir las impresio¬nes sensibles con la exactitud de determinaciones cuantita¬tivas y por ende prever impresiones futuras- responde a esa pérdida de certeza que desplaza la experiencia lo más afuera posible del hombre: a los instrumentos y a los números, Pero de este modo la experiencia tradicional perdía en rea¬lidad todo valor. Porque como lo muestra la última obra de la cultura europea que todavía se funda íntegramente en la experiencia: los Ensayos de Montaigne, la experiencia es in¬compatible con la certeza, y una experiencia convertida en calculable y cierta pierde inmediatamente su autoridad. No se puede formular una máxima ni contar una historia allí donde rige una ley científica. La experiencia de la que Montaigne' se ocupa estaba tan poco inclinada hacia la ciencia que este define su material como un "subjet informe,qui ne peut rentrer en production ouvragere" y en el cual no es posible fundar ningún juicio constante ("il n'y a aucune constante existence, ny de notre estre, ny de celui des objects…Ainsin il ne se peut establirt rien de certain de l” un à l”autre…” )
La idea de una experiencia separada del conocimiento se ha vuelto para nosotros tan extraña que hemos olvidado que hasta el nacimiento de la ciencia moderna, experiencia y ciencia tenían cada una su lugar propio. Y no sólo esto, también era diferente el sujeto del cual dependían. Sujeto de la experiencia era el sentido común, presente en cada individuo {es el "principio que juzga" de Aristóteles y la vis aestimativa de la psicología medieval, que todavía no son lo que nosotros llamamos el buen sentido), mientras que sujeto de la ciencia es el nous o el intelecto agente, que esta separado de la experiencia, "impasible" y "divino" (mejor dicho, para ser más precisos, el conocimiento ni siquiera tenía un sujeto en el sentido moderno de un ego, sino que mas bien el individuo singular era el sub-jectum donde el intelecto agente, único y separado, efectuaba el conocimiento).
En esa separación entre experiencia y ciencia debemos ver el sentido -para nada abstruso, sino extremadamente concreto- de las disputas que dividieron a los intérpretes del aristotelismo de la antigiiedad tardía y del medioevo en torno a la unicidad y la separación del intelecto y su comu¬nicación con los sujetos de la experiencia. Para el pensa¬miento antiguo (y al menos hasta Santo Tomás, también para el pensamiento medieval), inteligencia (noús) y alma (psychej no son en efecto la misma cosa, yel intelecto no es, como estamos acostumbrados a pensar, una "facultad" del alma: de ningún modo le pertenece, sino que aquél, "sepa¬rado, no mezclado, no pasivo", según la célebre fórmula aristotélica, se comunica con ésta para efectuar el conocimiento. Por consiguiente, para la Antigüedad el problema central del conocimiento no es la relación entre un sujeto y un objeto, sino la relación entre lo uno y lo múltiple. De modo que el pensamiento clásico desconoce un problema de la experiencia como tal; y aquello que a nosotros se nos plantea como el problema de la experiencia se presenta en cambio como el problema de la relación (de la "participa¬ción", pero también de la "diferencia", como dirá Platón) entre el intelecto separado y los individuos singulares, entre lo uno y lo múltiple, entre lo inteligible y lo sensible, entre lo humano y lo divino. Diferencia que subraya el coro de la Orestíada de Esquilo al caracterizar el saber humano -con¬tra la hjbris de Agamenón- como un pdthei mdthos, un aprender únicamente a través y después de un padecer, que excluye toda posibilidad de prever; es decir, de conocer algo ron certeza.
La experiencia tradicional (para entendemos, aquella de la que se ocupa Montaigne) se mantiene fiel a esa separación de la experiencia y de la ciencia, del saber humano y el saber divino. Es precisamente una experiencia del límite que sepa¬ra ambas esferas. Ese límite es la muerte. Por eso Montaigne puede formular el fin último de la experiencia como un acer¬camiento a la muerte, como un llevar al hombre a la madu¬rez mediante una anticipación de la muerte en cuanto límite extremo de la experiencia. Aunque para Montaigne ese lími¬te sigue siendo algo inexperimentable, al que sólo es posible aproximarse ("si nous ne pouvons le joindre, nous le pouvons approcher" ); y en el mismo momento en que recomienda "acostumbrarse" y "quitarle su extrañeza" a la muerte ("ostons luy l' estrangeté, pratiquons le, n' ayon rien si souvent en teste que la mort" ), ironiza sin embargo sobre aquellos filósofos "si cxcellens mesnagers du temps, qu'ils ont essayé en la mort messme de la gouster y savourer, et ont bandé leur esprit pour voir que c' estoit ce passage; maiss ils ne sont pas revenus nous en dire les nouvelles" .
En su búsqueda de la certeza, la ciencia moderna anula esa separación y hace de la experiencia el lugar -el "méto¬do", es decir, el camino- del conocimiento. Pero para lo-grado debe realizar una refundición de la experiencia y una reforma de la inteligencia, expropiando ante todo sus respectivos sujetos y reemplazándolos por un nuevo y único sujeto. Pues la gran revolución de la ciencia moderna no consistió tanto en una defensa de la experiencia contra la autoridad (del argumentum ex re contra el argumentum ex verbo, que en realidad no son inconciliables), sino más bien en referir conocimiento y experiencia a un sujeto único, que sólo es la coincidencia de ambos órdenes en un punto arquimédico abstracto: el ego cogito cartesiano, la conciencia.
Mediante esa interferencia de experiencia y ciencia eh un único sujeto (que al ser universal e impasible y al mis¬mo tiempo un ego reúne en sí las propiedades del intelecto separado y del sujeto de la experiencia), la ciencia moder¬na reactualiza aquella liberación del páthei máthosy aque¬lla conjunción del saber humano con el saber divino que constituían el carácter propio de la experiencia mistérica y que habían encontrado sus expresiones precientíficas en la astrología, la alquimia y la especulación neoplatónica. Porque no fue en la filosofía clásica, sino en la esfera de la religiosidad mistérica de la Antiguedad tardía donde el límite entre humano y divino, entre el páthei máthos y la ciencia pura (al cual, según Montaigne, sólo es posible acercarse sin tocado nunca), fue sobrepasado por primera vez con la idea de un páthema indecible donde el iniciado efectuaba la experiencia de su propia muerte ("conoce el 1111 de la vida", dice Píndaro) y adquiría así "previsiones mas dulces con respecto a la muerte y al término del tiempo”. 11(,IIlPO .
I,a concepción aristotélica de las esferas celestes homocéntricas como "inteligencias" puras y divinas, inmunes al cambio y a la corrupción y separadas del mundo terrestre sublunar, que es el lugar del cambio y de la co¬rrupción, recobra su sentido originario sólo si se la sitúa contra el fondo de una cultura que concibe experiencia y conocimiento como dos esferas autónomas. Haber puesto en relación los¬ "cielos" de la inteligencia pura con la tierra" de la experiencia individual es el gran descubrimiento de la astrología, lo cual la convierte no ya en ad¬versaria, sino en condición necesaria de la ciencia moder¬na. Sólo porque la astrología (al igual que la alquimia, que está asociada a ella) había reducido en un sujeto úni¬co en el destino (en la Obra) cielo y tierra, lo divino y lo humano, la ciencia pudo unificar en un nuevo ego ciencia y experiencia, que hasta entonces dependían de dos suje¬tos diferentes. Y sólo porque la mística neoplatónica y her¬mética había colmado la separación aristotélica entre nous y psyché y la diferencia platónica entre lo uno y lo múlti¬ple con un sistema emanatista en el que una jerarquía con¬tinua de inteligencias, ángeles, demonios y almas (recuérdense los ángeles-inteligencias de Avicenna y de Dante) se comunicaba en una "gran cadena" que parte del Uno y vuelve a él, fue posible situar como fundamento de la "ciencia experimental" un único sujeto. Por cierto que no es irrelevante que el mediador universal de esa unión inefable entre lo inteligible y lo sensible, entre lo corpóreo y lo incorpóreo, lo divino y lo humano fuese un pneuma, un "espíritu", en la especulación de la Antiguedad tardía y el medioevo, porque justamente ese "espíritu sutil" (el spiritus phantasticus de la mística medieval) le proporcio¬nará algo más que su nombre al nuevo sujeto de la cien¬cia, que precisamente en Descartes se presenta como es¬prit. El desarrollo de la filosofía moderna está íntegramente comprendido, como un capítulo de aquella "semántica his¬tórica" que definía Spitzer, en la contigüidad semántica de pneúma-spiritus-esprit-Geist. Y justamente porque el suje¬to moderno de la experiencia y del conocimiento -así como el concepto mismo de experiencia- tiene sus raíces en una concepción mística, toda explicitación de la relación entre experiencia y conocimiento en la cultura moderna está con¬denada a chocar con dificultades casi insuperables.
Por medio de la ciencia, de hecho la mística neoplatónica y la astrología hacen su ingreso en la cultura moderna, con¬tra la inteligencia separada y el cosmos incorruptible de Aristóteles. Y si la astrología posteriormente fue abandonada (sólo posteriormente: no se debe olvidar que Ticho Brahe, Kepler y Copérnico eran también astrólogos, así como Roger Bacon, que en muchos aspectos anuncia la ciencia experi¬mental, era un ferviente partidario de la astrología), fue por¬que su principio esencial-la unión de experiencia y conocimiento- había sido asimilado a tal punto como principio de la nueva ciencia con la constitución de un nuevo sujeto que el aparato propiamente mítico-adivinatorio ya se volvía su¬perfluo. La oposición racionalismo/irracionalismo, que per¬tenece tan irreductiblemente a nuestra cultura, tiene su fun¬damento oculto justamente en esa copertenencia originaria de astrología, mística y ciencia, cuyo síntoma más evidente fue el revival astrológico entre los intelectuales renacentistas. Históricamente, ese fundamento coincide con el hecho -soIidamente establecido gracias a los estudios de la filología warburgiana- de que la restauración humanista de la Antigüedad no fue una restauración de la Antigüedad clásica, sino de la cultura de la Antigüedad tardía y en particular del neoplatonismo y del hermetismo. Por eso una crítica de la mística, de la astrología y de la alquimia debe necesariamente implicar una crítica de la ciencia, y sólo la búsqueda de una dimensión donde ciencia y experiencia recobraran su lugar original podría llevar a una superación definitiva de la oposi¬ción racionalismo/irracionalismo.
Pero mientras que la coincidencia de experiencia y co¬nocimiento constituía en los misterios un acontecimiento inefable, que se efectuaba con la muerte y el renacimiento del iniciado enmudecido, y mientras que en la alquimia se actualizaba en el proceso de la Obra cuyo cumplimiento constituía, en el nuevo sujeto de la ciencia se vuelve ya no algo indecible, sino aquello que desde siempre es dicho en cada pensamiento y en cada frase, es decir, no un pdthéma, sino un mdthéma en el sentido originario de la palabra: algo que desde siempre es inmediatamente reconocido en cada acto de conocimiento, el fundamento y el sujeto de todo pensamiento.
Estamos acostumbrados a representamos al sujeto como una realidad psíquica sustancial, como una conciencia en cuanto lugar de procesos psíquicos. Y olvidamos que, en el momento de su aparición, el carácter "psíquico" y sustan¬cial del nuevo sujeto no era algo obvio. En el instante en que se hace evidente en la formulación cartesiana, de hecho no es una realidad psíquica (no es la psyché de Aristóteles ni el anima de la tradición medieval), sino un puro punto arquimédico ("nihil nisi punctum petebat Archimedes, quod esset firmum ac immobile ... ") que justamente se ha consti¬tuido a través de la casi mística reducción de todo conteni¬do psíquico excepto el puro acto del pensar ("Quid vero ex iis quae animae tribuebam? Nutriri vd incedere? Quandoquidem jam corpus non habeo, haec quoque nihil sunt nisi figmenta. Sentire? Nempe etiam hoc non fit sine corpore, et permulta sentire visus sum in somnis quae deinde animadverti me non sensisse. Cogitare? Hic invenio: cogitatio est; haec sola a me divelli nequit"). En su pureza originaria, el sujeto cartesiano no es más que el sujeto del verbo, un ente puramente lingiiístico-funcional, muy simi¬lar a la "scintilla synderesis" y al "ápice de la mente" de la mística medieval, cuya realidad y cuya duración coinciden con el instante de su enunciación (" ... hoc pronuntiatum, Ego sum, ego existo, quoties a me profertur, vel mente concipitur, necessario es se verum ... Ego sum, ego existo; certum esto Quandiu autem? Nempe quandiu cogito; nam forte etiam fieri posset, si cessarem ab omni cogitatione, ut illico totus esse desinerem").
La impalpabilidad y la insustancialidad de ese ego se traslu¬ce en las dificultades que tiene Descartes para nombrarlo e identificarlo más allá del ámbito de la pura enunciación yo pienso, yo soy, y en la insatisfacción con que, forzado a abando¬nar la vaguedad de la palabra res, enumera el vocabulario tradi¬cional de la psicología ("res cogitans, id est mens, sive animus, sive intellectus, sive ratio"), quedándose finalmente, no sin va¬cilaciones, con la palabra mens (que se convierte en espriten la edición francesa de las Meditations de 1647). Sin embargo, inmediatamente después (con un salto lógico cuya incoheren¬cia no se les escapaba a los primeros lectores de las Meditacio¬nes, en particular a Mersenne y a Hobbes, que le reprochará a Descartes una deducción análoga a "je suis promenant, donc je suis une promenade" ), este sujeto es presentado como una sustancia, contrapuesta a la sustancia material, a la cual se le vuelven a atribuir todas las propiedades que caracterizan al alma de la psicología tradicional, incluidas las sensaciones ("Res cogitans? Quid est hoc? Nempe dubitans, intelligens, affirmans, negans, volens, nolens, imaginans quoque, et sentiens"). Y este yo sustantivado, en el cual se realiza la unión de noús y psyché, de experiencia y conocimiento, suministra la base sobre la cual el pensamiento posterior, de Berkeley a Locke, construirá el concepto de una conciencia psíquica que sustituye, como nuevo sujeto metafísico, al alma de la psicología cristiana y al nous de la metafísica griega.
La transformación del sujeto no dejó de alterar la experiencia tradicional. En tanto que su fin era conducir al hombre a la madurez, es decir, a una anticipación de la muerte como idea de una totalidad acabada de la experiencia, era en efecto algo esencialmente finito, era algo que se podía tener y no solamente hacer. Pero una vez que la experiencia comience a ser referida al sujeto de la ciencia, que no puede alcanzar la madurez sino únicamente incrementar sus propios conocimientos, se vuelve por el contrario algo esencialmente infinito, un concepto "asintótico", como dirá Kant, algo que sólo es posible hacery nunca se llega a tener- nada más que el proceso infinito del conocimiento.
Por eso quien se propusiera actualmente recuperar la experiencia tradicional, se encontraría en una situación para¬dójica. Pues debería comenzar ante todo por dejar de expe¬rimentar, suspender el conocimiento. Lo cual no quiere decir que sólo con eso haya recobrado la experiencia que a la vez se puede hacer y se puede tener. El viejo sujeto de la experiencia de hecho ya no existe. Se ha desdoblado. En su lugar hay ahora dos sujetos, que una novela de principio del siglo XVII (o sea en los mismos años en que Kepler y Galileo publican sus descubrimientos) nos muestra mien¬tras caminan uno junto al otro, inseparablemente unido en una búsqueda tan aventurera como inútil.
Don Quijote, el viejo sujeto del conocimiento, ha sido encantado y sólo puede hacer experiencia sin tenerla nunca a su lado, Sancho Panza, el viejo sujeto de la experiencia sólo puede tener experiencia, sin hacerla nunca.

Glosas

l. Fantasía y experiencia
Nada puede dar la medida del cambio produci¬do en el significado de la experiencia como el trastorno que ocasiona en el estatuto de la imagina¬ción. Pues la imaginación, que actualmente es ex¬pulsada del conocimiento como "irreal", era en cambio para la antigüedad el medium por excelen¬cia del conocimiento. En cuanto mediadora entre sentido e intelecto, que hace posible la unión en el fantasma entre la forma sensible y el intelecto po¬sible, ocupa en la cultura antigua y medieval exac¬tamente el mismo lugar que nuestra cultura le asig¬na a la experiencia. Lejos de ser algo irreal, el mundus imaginabilis tiene su plena realidad entre d mundus sensibilis y el mundus intelligibilis, e in¬cluso es la condición de su comunicación, es decir, del conocimiento. Y desde el momento en que la fantasía, según la Antigüedad, forma las imáge¬nes de los sueños, se explica la relación particular que en el mundo antiguo vincula al sueño con la verdad (como en las adivinaciones per somnia) y con el conocimiento eficaz (como en la terapia mé¬dica per incubatione). Lo cual todavía sucede en las culturas primitivas. Devereux cuenta que los mohave (que no difieren en esto de otras culturas chamánicas) consideran que los poderes chamá¬nicos y el conocimiento de los mitos, de las técni¬cas y de los cantos que se relacionan con ellos, se adquieren en sueños. E incluso si se adquirieran en el estado de vigilia, permanecerían estériles e inefi¬caces hasta tanto no fuesen soñados: "así un chamán, que me había permitido anotar y apren¬der sus cantos terapéuticos rituales, me explic6 que no obtendría igualmente el poder de curar, porque no había potenciado y activado sus cantos mediante el aprendizaje onírico".
En la fórmula con que el aristotelismo medieval recoge esa función mediadora de la imaginación ("nihil potest horno intelligere sine phantasmate"), la homología entre fantasía y experiencia todavía es perfectamente evidente. Pero con Descartes y el nacimiento de la ciencia moderna la función de la fantasía es asumida por el nuevo sujeto del conoci¬miento: el ego cogito (debe advertirse que en el vo¬cabulario técnico de la filosofía medieval cogitare designaba más bien el discurso de la fantasía y no el acto de la inteligencia). Entre el nuevo ego y el mundo corpóreo, entre res cogitansy res extensa, no hace falta ninguna mediación. La expropiación de la fantasía que resulta de ello se manifiesta en el nuevo modo de caracterizar su naturaleza: mientras que en el pasado no era algo "subjetivo", sino que era más bien la coincidencia de lo subjetivo y lo objetivo, de lo interno y lo externo, de lo sensi¬ble y lo inteligible, ahora emerge en primer plano su carácter combinatorio y alucinatorio, que la Antigüedad relegaba al fondo. De sujeto de la expe¬riencia, el fantasma se transforma en el sujeto de la alineación mental, de las visiones y de los fenómenos¬ mágicos, es decir, de todo lo que queda exclui¬do de la experiencia auténtica.

(…)

sábado, 6 de junio de 2009

La importancia del acto de leer

Por Paulo Freire

Rara ha sido la vez, a lo largo de tantos años de práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me he permitido la tarea de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos.
Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible. Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia del acto de leer.
Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa importancia, decir algo del momento mismo en que me preparaba para estar aquí hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba escribiendo este texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica del acto de leer, que no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y el contexto. Al intentar escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desde las experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en mí.
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial. Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la lectura de la “palabra-mundo”.
La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía –y hasta donde no me está traicionando la memoria– me es absolutamente significativa. En este esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que escribo, la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus cuartos, su corredor, su sótano, su terraza –el lugar de las flores de mi madre–, la amplia quinta donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto –en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones mis hermanos mayores y con mis padres.
Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos momentos: el verde del mago-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango madurando, las pintas negras del mago ya más que maduro. La relación entre esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí la significación del acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los animales: los gatos de la familia, su manera mañosa de enroscarse en nuestras piernas, su maullido de súplica o de rabia; Joli, el viejo perro negro de mi padre, su mal humor cada vez que uno de los gatos incautamente se aproximaba demasiado al lugar donde estaba comiendo y que era suyo; “estado de espíritu”, el de Joli en tales momentos, completamente diferente del de cuando casi deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a uno de los zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela.
De aquel contexto –el del mi mundo inmediato– formaba parte, por otro lado, el universo del lenguaje de los mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores. Todo eso ligado a contextos más amplios que el del mi mundo inmediato y cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por retomar la infancia distante, a que ya he hecho referencia, buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me movía, permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, la experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la palabra. Y algo que me parece importante, en el contexto general de que vengo hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena cuya presencia entre nosotros era permanente objeto de las conversaciones de los mayores, en el tiempo de mi infancia. Las almas en pena necesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando carcajadas burlonas, pidiendo oraciones o indicando el escondite de ollas. Con todo, posiblemente hasta mis siete años en el barrio de Recife en que nací iluminado por faroles que se perfilaban con cierta dignidad por las calles. Faroles elegantes que, al caer la noche, se “daban” a la vara mágica de quienes los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la figura flaca del “farolero” de mi calle, que venía viniendo, andar cadencioso, vara iluminadora al hombro, de farol en farol, dando luz a la calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos dentro de la casa. Una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadora de ellas.
No había mejor clima para travesuras de las alma que aquél. Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba que el tiempo pasara, que la noche se fuera, que la madrugada semiclareada fuera llegando, trayendo con ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en la smañanas abiertas, la percepción de un sinnúmero de ruidos que se perdía en la claridad y en la algaraza de los días y resultaban misteriosamente subrayados en el silencio profundo de las noches.
Pero en la medida en que fui penetrando en la intimidad de mi mundo, en que lo percibía mejor y lo “entendía” en la lectura que de él iba haciendo, mis temores iban disminuyendo.
Pero, es importante decirlo, la “lectura” de mi mundo, que siempre fundamental para mí, no hizo de mí sino un niño anticipado en hombre, un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del niño no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui más ayudado que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en cierto momento de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa comprensión significara animadversión por lo que tenía encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui alfabetizado en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con palabras de mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi pizarrón y las ramitas fueron mis gis.
Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita particular de Eunice Vasconcelos, cuya desaparición reciente me hirió y me dolió, y a quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado. Eunice continuo y profundizó el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, de la frase, de la oración, jamás significó una ruptura con la “lectura” del mundo. Con ella, la lectura de la palabra fue la lectura de la “palabra-mundo”.
Hace poco tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde nací. Pisé el mismo suelo en que me erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a leer. El mismo mundo, el primer mundo que se dio a mi comprensión por la “lectura” que de él fui haciendo. Allí reecontré algunos de los árboles de mi infancia. Los reconocí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes troncos de mi infancia. Entonces, una nostalgia que suelo llamar mansa o bien educada, saliendo del suelo, de los árboles, de la casa, me envolvió cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien reencuentra personas queridas.
Continuando en ese esfuerzo de “releer” momentos fundamentales de experiencias de ni infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la comprensión crítica de la importancia del acto de leer se fue constituyendo en mí a través de su práctica, retomo el tiempo en que, como alumno del llamado curso secundario, me ejercité en la percepción crítica de los textos que leía en clase, con la colaboración, que hasta hoy recuerdo, de mi entonces profesor de lengua portuguesa.
No eran, sin embargo, aquellos momentos puros ejercicios de los que resultase un simple darnos cuenta de la existencia de una página escrita delante de nosotros que debía ser cadenciada, mecánica y fastidiosamente “deletrada” en lugar de realmente leída. No eran aquellos momentos “lecciones de lectura” en el sentido tradicional esa expresión. Eran momentos en que los textos se ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo la del entonces joven profesor José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor también de portugués, en mis veinte años, viví intensamente la importancia del acto de leer y de escribir, en el fondo imposibles de dicotomizar, con alumnos de los primeros años del entonces llamado curso secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la enciclisis pronominal, yo no reducía nada de eso a tabletas de conocimientos que los estudiantes debían engullir. Todo eso, por el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera dinámica y viva, en el cuerpo mismo de textos, ya de autores que estudiábamos, ya de ellos mismos, como objetos a desvelar y no como algo parado cuyo perfil yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar mecánicamente la descripción del objeto, sino aprender su significación profunda. Sólo aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de memorizarla, de fijarla. La memorización mecánica de la descripción del objeto no se constituye en conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un texto, tomado como pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el texto.
Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto profesores y profesoras, en que los estudiantes “lean”, en un semestre, un sinnúmero de capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que a veces tenemos del acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que eran mucho más para ser “devoradas” que para ser leídas o estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de esta expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica y de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas, indicaciones sobre las páginas de este o aquel capítulo de tal o cual libro que debían leer: “De la página 15 a la 37”.
La insistencia en la cantidad de lecturas sin el adentramiento debido en los textos a ser comprendidos, y no mecánicamente memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita. Visión que es urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro ángulo, que se encuentra, por ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible calidad o falta de calidad de su trabajo con la cantidad páginas escritas. Sin embargo, uno de los documentos filosóficos más importantes que disponemos, las Tesis sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas dos páginas y media...
Parece importante, sin embargo, para evitar una comprensión errónea de lo que estoy afirmando, subrayar que mi crítica al hacer mágica la palabra no significa, de manera alguna, una posición poco responsable de mi parte con relación a la necesidad que tenemos educadores y educandos de leer, siempre y seriamente, de leer los clásicos en tal o cual campo del saber, de adentrarnos en los textos, de crear una disciplina intelectual, sin la cual es posible nuestra práctica en cuanto profesores o estudiantes.
Todavía dentro del momento bastante rico de mi experiencia como profesor de lengua portuguesa, recuerdo, tan vivamente como si fuese de ahora y no de un ayer ya remoto, las veces en que me demoraba en el análisis de un texto de Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos, de Jorge Amado. Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los estudiantes, subrayando aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el buen gusto de su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las necesarias diferencias entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Vengo tratando de dejar claro, en este trabajo en torno a la importancia del acto de leer –y no es demasiado repetirlo ahora–, que mi esfuerzo fundamental viene siendo el de explicar cómo, en mí, se ha venido destacando esa importancia. Es como si estuviera haciendo la “arqueología” de mi comprensión del complejo acto de leer, a lo largo de mi experiencia existencial. De ahí que haya hablado de momentos de mi infancia, de mi adolescencia, de los comienzos de mi juventud, y termine ahora reviendo, en rasgos generales, algunos de los aspectos centrales de la proposición que hice hace algunos años en el campo de la alfabetización de adultos.
Inicialmente me parece interesante reafirmar que siempre vi la alfabetización de adultos como un acto político y como un acto de conocimiento, y por eso mismo un acto creador. Para mí sería imposible de comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de la-le-li-lo-lu. De ahí que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura enseñanza de la palabra, de las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo proceso el alfabetizador iría “llenando” con sus palabras las cabezas supuestamente “vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el alfabetizando, su sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del educador, como ocurre en cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda del educador deba anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de su lenguaje escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo hago ahora con el que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el objeto sentido y son capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y percibido. Como yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma, de decir la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación o el montaje de la expresión escrita de la expresión oral. Ese montaje no lo puede hacer el educador para los educandos, o sobre ellos. Ahí tiene él un momento de su tarea creadora.
Me parece innecesario extenderme más, aquí y ahora, sobre lo que he desarrollado, en diferentes momentos, a propósito de la complejidad de este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en este texto, me gustaría volver, por la significación que tiene para la comprensión crítica del acto de leer y, por consiguiente, para la propuesta de alfabetización a que me he consagrado. Me refiero a que la lectura del mundo precede siempre a la lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la continuidad de la lectura de aquél. En la propuesta a que hacía referencia hace poco, este movimiento del mundo a la palabra y de la palabra al mundo está siempre presente. Movimiento en que la palabra dicha fluye del mundo mismo a través de la lectura que de él hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos ir más lejos y decir que la lectura de la palabra no es sólo precedida por la lectura del mundo sino por cierta forma de “escribirlo” o de “rescribirlo”, es decir de transformarlo a través de nuestra práctica consciente.
Este movimiento dinámico es uno de los aspectos centrales, para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que siempre haya insistido en que las palabras con que organizar el programa de alfabetización debían provenir del universo vocabular de los grupos populares, expresando su verdadero lenguaje, sus anhelos, sus inquietudes, sus reivindicaciones, sus sueños. Debían venir cargadas de la significación de su experiencia existencial y no de la experiencia del educador. La investigación de lo que llamaba el universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares. Después volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo codificaciones, que son representaciones de la realidad.
La palabra ladrillo, por ejemplo, se insertaría en una representación pictórica, la de un grupo de albañiles, por ejemplo, construyendo una casa. Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la palabra oral de los grupos populares, a ellos, para el proceso de su aprehensión y no de su memorización mecánica, solíamos desafiar a los alfabetizandos con un conjunto de situaciones codificadas de cuya descodificación o “lectura” resultaba la percepción crítica de lo que es la cultura, por la comprensión de la práctica o del trabajo humano, transformador del mundo, En el fondo, ese conjunto de representaciones de situaciones concretas posibilitaba a los grupos populares una “lectura” de la “lectura” anterior del mundo, antes de la lectura de la palabra.
Esta “lectura” más crítica de la “lectura” anterior menos crítica del mundo permitía a los grupos populares, a veces en posición fatalista frente a las injusticias, una comprensión diferente de su indigencia.
Es en este sentido que la lectura crítica de la realidad, dándose en un proceso de alfabetización o no, y asociada sobre todo a ciertas prácticas claramente políticas de movilización y de organización, puede constituirse en un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción contrahegemónica.
Concluyendo estas reflexiones en torno a la importancia del acto de leer, que implica siempre percepción crítica, interpretación y “reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de vacilar un poco, resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el tratamiento del tema, en consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo hacer.
Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congreso. Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de encuentros como éste, como ahora.

(12 de noviembre de 1981)

Análisis de discurso y educación

Por Rosa Nidia Buenfil Burgos

Este texto presenta una perspectiva de lo educativo a partir de análisis del discurso. Se inscribe en una línea crítica de pensamiento en relación con concepciones reduccionistas y esencialistas tanto de la noción de discurso como de la noción de educación. Se apoya en una articulación teórica alimentada por teoría política, lingüística y mis propias reflexiones pedagógicas.
Este documento es un producto lateral de mi investigación doctoral (1990) y rescata posiciones de mi tesis de maestría (1983). Puede ubicarse en la intersección entre pedagogía y análisis de discurso y presenta una propuesta conceptual-analítica. Involucra una panorámica –aunque breve- de la trayectoria del análisis de discurso, planteando una posición personal; un análisis de lo educativo en cuatro autores marxistas, planteando también reflexiones personales; y termina con consideraciones conceptuales y analíticas en las que se anudan las reflexiones presentadas en las dos secciones iniciales.

ANALISIS DE DISCURSO Y EDUCACION

La articulación de discurso y educación se ha trabajado desde diversas perspectivas disciplinarias: sociología, psicología, comunicología, antropología, lingüística, etc. En esta ocasión nos asomaremos a lo educativo desde la perspectiva político-semiológica. Las posiciones teóricas de mayor presencia en este terreno han sido el funcionalismo (análisis de contenido), la teoría genético-constructivista piagetiana, etc. El nudo, en este trabajo, se hará entre posiciones críticas de la pedagogía y del análisis del discurso.
Esta presentación está estructurada en dos secciones: la primera aborda una problematización esquemática de la noción de discurso y una propuesta tentativa de conceptualización. La segunda aborda un análisis del concepto de educación y presenta una tesis inicial sobre el mismo. Se finaliza la charla con una serie de consideraciones que no son conclusiones sino al contrario tesis que sirven para abrir el debate.

Primera Parte

1.1. El término discurso ha sido objeto de diversos usos. Entre los más frecuentes, sobresalen:

a) el uso coloquial y cotidiano que le atribuye al término el significado de sentido común de: pieza oratoria de funcionario público –generalmente enmarcada en una atmósfera formal y solemne-. Alrededor de esta noción de sentido común, se tejen caracterizaciones del discurso que lo remiten al acto lingüístico (oral y escrito) cuyo contenido se identifica como algo que está fuera de la realidad (oposición del par discurso/realidad)
b) el uso académico, en el cual, dependiendo de la perspectiva disciplinaria y de la posición teórica desde las cuales se considere el término, se le ha caracterizado como: una pieza oratoria, un programa o proyecto a realizar, una declaración de principios y objetivos, etc. Entre las caracterizaciones más frecuentes de la lingüística, discurso ha sido definido como:

- habla (en la escuela de Saussure donde la oposición fundamental es entre lengua –sistema de reglas- y habla –actualización particular de la lengua-.
- enunciado (sin referencia al hablante).
- enunciado (con referencia al hablante y la estructura del acto de la enunciación).
- reglas de encadenamiento (distribución de Harris).
- condiciones de producción de significado (semiosis social: Eliseo Verón).
- espacio de producción de significados y resignificaciones (cf Mainguenneau, 1980, p.7-25).

Estas conceptualizaciones han sido desarrolladas a lo largo de la historia de la lingüística como disciplina específica.
Si bien desde el siglo XVII se iniciaron en Francia los estudios de la producción lingüística, no fue sino hasta inicios del siglo XX que en Ginebra F.de Saussure estableció los primeros parámetros de la lingüística como disciplina específica con su Curso de Lingüística General; siguiendo estas líneas, el danés Hjelmslev elaboró su teoría glosemática y más adelante Jakobson fundó el Círculo de Praga. Entre 1920 y 1950, dentro de la escuela anglosajona, sobresale el Círculo de Viena, de corte positivista lógico y desarrollo de la filosofía analítica, entre cuyos principales representantes se destacan: Russel, Carnal y Wittgenstein. En Estados Unidos, a mediados del siglo XX, Zelig Harris elaboró la teoría distribucionalista y más adelante Chomsky propuso su Lingüística Generativa (ambas con influencia conductista, aunque en Chomsky, muy superada). En Francia, el gran auge del análisis de discurso fue en los años sesenta sobresaliendo: la teoría de la enunciación de Benveniste, el análisis cuantitativo de Cotteret y Monreau, el análisis político de M. Pecheux y la semiología de R. Barthes (donde el signo deja explícitamente de estar limitado a lo lingüístico y se contempla como significación de cualquier tipo de soporte material: visual, acústico, espacial, etc; cf. Buenfil, 1985).
Esta apretada enumeración de la historia del estudio del lenguaje, aunque excluye numerosas escuelas y perspectivas, nos permite vislumbrar que el discurso puede ser analizado de diversas maneras. Los alcances y beneficios dependerán en gran medida de la articulación teórico- metodológica que configure el investigador.
Para el análisis del discurso educativo, la propuesta que hoy les presento se alimenta de una vertiente más amplia del Análisis de Discurso elaborada por Ernesto Laclau y sus colaboradores[1]. En ella se articulan, en torno a una posición filosófica antiesencialista y antifundacionalista (Wittgenstein, Derrida) elementos conceptuales de la teoría política post-marxista (Gramsci, Laclau), del psicoanálisis lacaniano (Lacan, Zizek), y de la lingüística post-estructuralista (Derrida); y herramientas analíticas diversas (análisis argumentativo, análisis de la enunciación, historiográfico, genealogía, etc) que convengan a el estudio de procesos sociales específicos.
No es este el espacio para abundar sobre lo anterior pues la problematización de lo educativo exige también consideraciones específicas. Por ello me concentraré sólo en algunas nociones fundamentales del campo conceptual del discurso, desde la posición que acabo de caracterizar.

1.2 Una tesis principal y que anuda lo que a continuación se expondrá, es el carácter discursivo de los objetos y de toda configuración social. El carácter discursivo de los objetos (y procesos) no niega su existencia física, sino que es condición de inteligibilidad (significación) de dichos objetos y de la emergencia de nuevas significaciones y su institución. Dos cuestiones deben ser desarrolladas para comprender las implicaciones de esta tesis: la noción de significación y la de discurso.
A continuación intentaré explicar cómo operan las significaciones y para ello comentaré algunos aportes que la lingüística ha hecho sobre el estudio del lenguaje hablado y escrito y que se revelan como útiles para analizar todo tipo de significación (incluida la no verbal).

1.2.1 Es Ferdinand de Saussere quien aporta los primeros elementos para el estudio lingüístico al proponer el concepto de signo como una entidad doble compuesta por concepto (significado) y una imagen acústica (significante) cuya relación es arbitraria,[2] aunque una vez instituida permanece como condición de comunicación dentro del sistema lingüístico.

La idea de hermana no está ligada por ninguna relación interna a la sucesión s-ü-r que sirve como su significante en francés” (Saussere. 1959, 67)

El proceso en el cual un significado es ligado a una imagen acústica es la significación. La significación nunca es absoluta, ya que los conceptos no se fijan a los significantes de manera única y definitiva, sino que cambian de valor dependiendo del lugar que ocupan en un sistema más amplio de significaciones.
Valor es el concepto saussureano que pone en relieve la relación de un signo frente a otros signos. El signo es pues relacional y diferencial, su valor[3] esta sujeto a la presencia de otros signos en el marco de una cadena discursiva.
Los signos no significan algo en sí mismos, no son positividades, sino marcan diferencias de significados entre sí mismos frente a otros signos al interior de un sistema. La lengua como sistema, está compuesta de diferencias y los significados se basan en las diferencias entre las palabras[4] y no en propiedades intrínsecas de los términos en sí mismos (Cf. Benvenuto & Kennedy, 1986, p.220).
A una conclusión semejante llegaría Wittgenstein –aunque por una trayectoria intelectual diferente- al proponer su noción de languaje game como manera de explicar la polisemia e inestabilidad de las significaciones. [5]
El contexto dentro del cual aparece enunciado un término establecerá los parámetros de su significación posible. Ante la inexistencia de un significado inmanente y positivo, la distinción entre semántica y pragmática, ya que no hay significación fuera del uso de lenguaje: no hay significación posible al margen de un sistema de reglas y usos, fuera del contexto discursivo, es decir, fuera de un juego de lenguaje[6] mayor o menormente explicitado. Y va más allá de la tradición lingüística al señalar que todo acto puede ser significativo: no hay acción que no tenga un significado[7] y ningún significado está al margen de la acción. De aquí que la distinción entre significación lingüística y extralingüística pase a ocupar un plano secundario y se ponga de relieve el carácter discursivo de lo social: todo tipo de relación social es significativo.
La significación como positividad, la identidad al margen de toda posicionalidad dentro de un sistema de significaciones son una vez más rechazados para dar lugar a la idea de significación como diferencialidad dentro de una cadena discursiva.
Otro par de nociones saussureanas importantes para este estudio son los planos de análisis paradigmático (que alude a la sustituibilidad por contexto) y sintagmático (sustituibilidad con contigüidad) (ef. Saussere 1960, 123 Y Buenfil 1988, 20ss) que nos permiten esclarecer por un lado, ciertas lógicas usuales en la construcción simbólica de la realidad; por otro lado, estrategias políticas cotidianas y, por otro lado, formas retóricas de uso cotidiano.[8]
Es a partir de una ampliación y radicalización de la lingüística saussureana que la noción de discurso va cobrando una configuración más abarcativa y compleja y a la vez más adecuada para el análisis de la educación en tanto que proceso social.

1.2.2 Si se parte de que toda configuración social es significativa, es impensable alguna posibilidad de convención social al margen de todo proceso de significación. Independientemente del tipo de lenguaje de que se trate, la necesidad de comunicación emerge paralelamente con la necesidad de organización social. Discurso se entiende en este sentido como significación inherente a toda organización social.
La capacidad de significar no se limita al lenguaje hablado y escrito, sino que involucra diversos tipos de actos, objetos, relaciones y medios que, mediante algún símbolo, evoquen un concepto. Originalmente en la lingüística de Saussere, estos elementos son significante y significado y aluden al lenguaje hablado. En los desarrollos mas recientes estos mismos conceptos han sido extrapolados a otras formas de significación: gestual, pictórica, etc[9]. En este sentido, cuando hablamos de discurso, no nos referimos al discurso hablado o escrito (speech) necesariamente, sino a cualquier tipo de acto, objeto que involucre una relación de significación.
Si el foco de nuestra atención se centra en el carácter significativo de un objeto o práctica, su naturaleza lingüística o extralingüística pasa a un segundo plano. De hecho, en una formación discursiva suelen encontrarse objetos y actos de diversa índole agrupados en torno a una significación común.
Por ejemplo, la discursividad de la prisión (cf.Focault) no se constituye exclusivamente de documentos y comunicación verbales, sino que involucra además una serie de prácticas extralingüísiticas (rutinas, jerarquías, usos del espacio físico, emblemas, [10] etc) cuya significación –a veces evidente, a veces velada – es innegable. Lo discursivo alude a la significación de estos elementos, sin importar la naturaleza de su soporte material. [11]
Por otra parte, es imposible separar el carácter significativo de los objetos y procesos, sin abandonar al mismo tiempo la posibilidad de integrarlos a la vida social. Pensar la sola percepción de la empiricidad como materialidad indistinta, al margen de su inserción como objeto de significación, es renunciar a su inteligibilidad. Por ejemplo, si al caminar algo nos impide continuar con nuestra práctica, la empiricidad de esto es obviamente percibida; su carácter de objeto, sin embargo, es definible sólo en tanto que inserto en algún contexto discursivo y el solo hecho de reconocerlo en un nombre (pared, piedra, barrera, etc o simplemente obstáculo) lo ubica como identidad diferencial dentro de algún sistema conceptual.
Todo objeto o práctica es significada de alguna manera al ser apropiada por los agentes sociales. Toda configuración social es discursiva en este sentido. Las prácticas educativas, qua prácticas sociales, son también discursivas.
El carácter discursivo de cualquier práctica u objeto, de ninguna manera niega su existencia física; por el contrario, el objeto se constituye en discurso en la medida en que se encuentre inserto en una u otra totalidad significativa.
En este sentido, una misma entidad (es decir ens o materialidad) puede estar discursivamente construida de diversas formas, dependiendo de la formación discursiva desde la cual se le nombra. Un árbol puede ser un objeto de estudio científico, un obstáculo, un refugio, o un objeto amenazador. Ello no modifica su carácter empírico, pero sí su carácter discursivo. El solo hecho de nombrarlo árbol, lo inscribe simultáneamente en distintas discursividades, sin reducir en nada su materialidad, pero poniendo en evidencia el absurdo de separar los objetos de su significación. (ef. Laclau y Mouffe, 1988 y 1990).
Una práctica social, v.gr. el dictado de un texto, cuya materialidad involucra una serie de actividades que incluyen movimientos, emisión de sonidos, uso de signos lingüísticos, etc., puede ser construida como educativa si su contexto discursivo la relaciona con el salón de clases, los sujeto maestro y alumnos, etc.; pero también puede ser construida como laboral si se halla inserta en los marcos de una oficina, un jefe, una secretaria, etc. La empiricidad de los actos involucrados puede ser la misma y sin embargo en tanto que objeto específico, práctica educativa o laboral, en este caso, no se ve afectada ni mucho menos puesta en cuestión, por el hecho de estar discursivamente construida. Lo que si es afectado es el significado que la constituye como una u otra práctica y el efecto social que conlleva.
Desde esta perspectiva de la significación, las ideologías [12](en su uso sociológico) y lo ideológico (como dimensión de análisis), tampoco son entendidas como pura idealidad, sino como objetos, prácticas y concepciones articuladas a una significación específica. En el sentido gramsciano, ideología no se refiera a “falsa conciencia”, tampoco es un epifenómeno derivado de lo económico, ni alude exclusivamente al conjunto de valores y concepciones de un determinado grupo social. Se trata más bien de una formación discursiva específica que involucra ideas, actos y relaciones, objetos e instituciones, articulados en torno a una significación particular ( por ejemplo en Gramsci, en torno a la “conciencia colectiva, nacional, popular”). Y su característica distintiva, según Laclau, consistiría en autoproclamarse como un sistema de significaciones originario, fijo, total, positivo, completo, universal y no susceptible de ser desmantelado.
El discurso en tanto que significación se caracteriza por ser diferencial, inestable y abierto.
Es diferencial en el sentido de que ni el discurso como totalidad[13] ni sus elementos discretos, tienen un significación intrínseca o inmanente: no son positividades sino que adquieren sentido por el lugar que ocupan dentro de las cadenas o sistemas discursivos más amplios, debido a las relaciones que se establecen con otros discursos o con otros elementos (signos) dentro de un mismo discurso.

Los conceptos que constituyen los significados son puramente diferenciales, definidos no positivamente por su contenido, sino negativamente por sus relaciones con los demás términos del sistema. Su característica más exacta consiste en ser lo que los demás no son. (F. de Saussure, Curso de Lingüística General. Cáp. IV.2, cursivas mías)

El carácter relacional del discurso no debe ser confundido con la idea de epifenómeno que también implica una relación entre elementos. En el segundo caso, se presupondría una positividad fija (esencia) de la cual se derivaría el epifenómeno como una consecuencia. Por el contrario, en una relación diferencial, no hay positividades fijas ni derivaciones parasíticas[14] sino que la constitución de las identidades se da en y por la relación.
Por ser relacional y diferencial, el discurso es inestable en la medida en que el significado no se fija de una vez paras siempre, sino que se establece temporalmente en función del sistema discursivo dentro del cual ocupe un lugar. El ejemplo anterior sobre el árbol, ilustra claramente este carácter precario del discurso. Dentro de un formación discursiva estética, el árbol adquiere un sentido relativamente estable, que es alterado por modificaciones al interior de esa misma estructura discursiva, o por pasar a ser nombrado desde otra estructura discursiva distinta (por ejemplo, científica, ecológica, etc). La noción de languaje games en Wittgenstein explica esta precariedad e inestabilidad.
La inestabilidad del discurso no es, sin embargo, total; o si se quiere, hay una estabilidad relativa que permite la regularidad y permanencia de los signos convencionalmente aceptados, condición de posibilidad de la lengua. Una inestabilidad absoluta impediría toda posibilidad de discurso.
El discurso es abierto e incompleto en el sentido de que al ser relacional, diferencial e inestable, es siempre susceptible de ser ligado a un nuevo significado. Si bien, por un lado, la significación fija relativamente un significante a un significado y en un sistema discursivo, una serie de elementos (signos) son precariamente ligados a un sistema de significados, tanto el signo individual como la estructura o totalidad discursiva, permanecen vulnerables a aceptar nuevos sentidos –que, de todas maneras, no agotarán las posibilidades de seguir incorporando nuevos significados-. Las totalidades no son, pues, autocontenidas ni cerradas, siempre están expuestas a la irrupción de elementos externos que desarticulan el orden precariamente fijado, impidiendo una constitución acabada y produciendo alteraciones en los significados.
Finalmente, el discurso, en la medida en que es constitutivo de lo social, es el terreno de constitución de los sujetos, es el lugar desde el cual se proponen modelos de identificación,[15] es la constelación de significaciones compartidas que organizan las identidades sociales. El discurso es, en este sentido, espacio[16] de las prácticas educativas,[17] si se quiere, no hay prácticas educativas al margen de una estructuración de significaciones.
Entendiendo en los términos previamente presentados, el concepto de discurso es además potencialmente fructífero en el estudio de la educación porque permite interpretar la forma como diversos procesos y objetos se articulan en una cadena de significaciones que impregnará las diversas instancias de la dinámica societal.
Asumir lo anterior también implica aceptar que el discurso educativo no se limita a documentos y verbalizaciones relacionadas con las prácticas educativas, sino que las contempla junto con otros elementos que configuran lo educativo (actividades, rituales, distribución de espacios y de tiempo, etc.) concentrándose en las significaciones que adquieren en sus interrelaciones y en sus relaciones como conjunto frente a otras prácticas e instituciones sociales. Así, las estrategias analíticas incluyen la combinación de elementos lingüísticos y extralingüísticos para el estudio de prácticas y objetos de diversa índole cuya articulación está dada en la medida en que se configuran como elementos de una significación relativa a la educación.
Dicho de otro modo, la pertinencia de este enfoque es evidente en el caso de la educación, en el sentido de que series de signos –vehiculados en diversos soportes materiales: orales, escritos, gestuales, rituales, visuales, etc.) van adquiriendo significados específicos desde los cuales se organizan las identidades sociales. A continuación señalaré por qué es conveniente considerar espacios sociales (familiar, cultural, religioso, etc.) como agencias educativas.

Segunda Parte

2-
Es conveniente detenernos ahora en el concepto de educación. Partiendo del sentido común, hay también un reduccionismo impresionante en el significado coloquial de este término. Educación ha sido limitada a la escolaridad. Desde los primeros intentos de construir la Pedagogía como un conocimiento científico –y ya no sólo como una reflexión filosófica- la necesidad de delimitar un objeto de estudio ha conducido, innecesariamente, a excluir una serie de prácticas y espacios sociales que forman a los sujetos, del concepto de educación. Tanto en las corrientes ya clásicas del pensamiento “científico-pedagógico” (funcionalismo, conductismo, marxismo, etc.) como en las “nuevas concepciones educativas” (escuela activa en sus diversas vertientes, etnografía educativa, psicología educativa, etc.) y en la investigación que de ellas se desprende se privilegia el estudio y la reflexión sobre los procesos escolares.
Dado el interés de esta presentación, me limitaré al análisis de algunas concepciones que abordan la educación como una práctica social (dentro de, por y para la sociedad).

2.1 A continuación expondré sucintamente las reflexiones en torno a la educación compartidas por Marx, Lenin, Gramsci y Althusser[18] así como aquellas en que difieren, en torno fundamentalmente a los siguientes tópicos: el papel que las prácticas educativas juegan en el proceso de constitución del sujeto social en distintas coyunturas; el concepto de educación y las prácticas en que se conforma.[19]
Posteriormente serán formuladas algunas consideraciones personales con el objeto de que sirvan para abrir el debate y como posibles líneas para investigaciones futuras.

2.1.1 En los cuatro autores puede observarse que las prácticas educativas juegan un papel fundamental en la constitución de los sujetos sociales.[20]En este sentido la educación es considerada como una práctica social que interviene en forma determinante y específica en dos sentidos: por una parte como conformadora del sujeto revolucionario (a excepción del caso de Althusser) en la medida en que incide en la constitución de una conciencia crítica, constructivista y transformadora (aunque sea exclusivamente en términos de una conciencia de clase) y en la medida en que permite el acceso a formas de conocimiento consideradas como socialmente valiosas; por otra parte, como conformadora del sujeto que reproduce y acepta las relaciones sociales dominantes. En este caso coinciden los cuatro autores aunque es Althusser el que más teoriza sobre ello. Este sujeto social acrítico se constituye mediante diversas prácticas sociales, entre las cuales la educativa es ponderada, en el sentido de que su manera de pensar y actuar, así como los conocimientos acordes a la formación social dominante, son adquiridos y reforzados por las prácticas educativas.
Teniendo en cuenta que, para los autores, estas prácticas educativas tienen un carácter social y de hecho su participación en la conformación del sujeto ocurre conjuntamente con otras prácticas sociales, cabe entonces exponer lo específico de ellas, lo que las hace educativas.

2.1.2 En los cuatro autores aparecen alusiones respecto de la educación en dos sentidos: uno restringido al ámbito escolar; y otro, amplio, referido a todos los espacios sociales.
En el primer caso, educación entendida como escuela, aunque es referida a todos los niveles, grados y modalidades, supone una restricción en términos de las prácticas educativas, los contenidos, las relaciones ideológicas y de poder, etc. Independientemente de que se trate de la escuela capitalista o de la “nueva escuela”. Lo anterior es reconocido por los autores respecto de la “vieja escuela” ya que consideran que los atributos de la escuela socialista, harán de ella el medio educativo que cubra las necesidades sociales de la cultura, formación física e incluso afectiva. A excepción de Althusser que nunca teorizó sobre una escuela para sociedad socialista, para estos autores la nueva escuela sería suficiente para educar a los “constructores del futuro”.
En el segundo caso, la educación entendida en múltiples prácticas sociales y en múltiples espacios parece ser la más rica y compleja. Para Marx, la vida cotidiana; para Lenin, las luchas diarias y prácticas; para Gramsci, todas las prácticas hegemónicas[21] y para Althusser, todos los aparatos ideológicos del Estado son espacios de la educación.
Evidentemente, la riqueza de contenidos que pueden ser apropiados, la diversidad de agentes que pueden intervenir y de contradicciones sociales que pueden estar presentes en estas prácticas educativas, tiene mucho más que ver con las actividades cotidianas-políticas, económicas, ideológicas, jurídicas, etc.- de los agentes, que aquellas prescritas por la más avanzada de las escuelas socialistas.
Para Marx, Lenin y Gramsci se trataba particularmente, de conformar sujetos sociales acordes a un proyecto político específicos, delimitando ética y políticamente, y éste no podría conformarse con base en los viejos hábitos y costumbres de las sociedades capitalistas, de aquí que se privilegiase un espacio más controlable, y con métodos educativos más precisos y tal vez también más eficaces. Así, a pesar de haber reconocido los diversos ámbitos educativos, privilegiaron al escolar como idóneo para la formación del un nuevo sujeto social que tenían en mente.
Para cada uno de los autores habrá una ponderación especial al tipo de práctica y agencia educativa, dependiendo de la coyuntura específica de que se trate: en el caso de Marx (1848), Lenin (1902) y Gramsci (en múltiples escritos), cuando se trata de conformar al sujeto revolucionario para la toma del poder, aparecen privilegiadas las prácticas de educación política –en su mayoría, fuera del ámbito escolar- en los diversos espacios sociales y particularmente en los organismo específicamente políticos, sindicatos, partidos, consejos, etc.; y también tienen un reconocimiento para las prácticas escolares porque proporcionan herramientas básicas para la reducción de la ignorancia que en alguna medida les impide ejercer sus capacidades para la liberación. Cuando se trata de constituir sujetos revolucionarios para la construcción de la sociedad socialista, se privilegia como práctica educativa la escolar, en el entendido de que se trataría de una escuela diferente: polivalente, unitaria, no desvinculada de la vida social, popular, etc., en la cual las relaciones entre el maestro y sus alumnos dejarían de ser opresivas, autoritarias, teoricistas y parcializadotas de los atributos humanos.
Sea en una coyuntura o en otra, se trate de la constitución de un sujeto revolucionario o de uno conforme a las relaciones de dominación vigentes, sea en un tipo específico de institución o en diversos, las prácticas educativas inciden de manera relevante en la constitución del sujeto social.

2.1.3 En las conceptualizaciones de los cuatro autores se establecen relaciones entre las prácticas educativas y otras prácticas sociales: para Lenin la educación es un instrumento de política, para Althusser la educación es una práctica ideológica, para Gramsci toda práctica educativa es una práctica política, para Marx es una práctica cultural; sólo en el caso de Lenin hay una clara noción pragmática: lo político y lo educativo se relacionan en términos de exterioridad y subordinación. Gramsci y Althusser, a pesar de hacer evidente un objeto político junto a toda práctica educativa, no supone el vínculo entre ambos en términos instrumentales.
A partir de la relación entre política y educación, es posible delimitar qué es lo específico de las prácticas educativas: para Gramsci es una relación hegemónica a partir de la cual, los que participan en ella, se apropian (“sienten, saben y comprenden”) de un contenido (formas de conocimiento “superior”) que previamente a dicha relación, no tenían; para Althusser es una práctica ideológica (interpelación) a partir de la cual el sujeto se constituye, es decir, asume o acepta los rasgos y características que dicha interpelación le propone y se reconoce en ellas; para Lenin es una práctica subordinada a un proyecto político que consiste en la incorporación del “conocimiento científico” y de las posiciones políticas coherentes con tal proyecto; para Marx consiste, de manera semejante, en la apropiación de conocimientos que le sirvan a los que se educan, para liberarse de las formas de opresión.

2.1.4 En relación a lo anterior se configura también la noción que ellos tenían de los referentes educativos. Para Lenin es claro que quien educa es el “portador de la ciencia”, hay entonces un referente fijo. En Marx y Gramsci se observa con bastante claridad que la relación referencial es recíproca: el educador debe ser educado, en la relación educativa el educador es a su vez educado. En el primer enunciado, dada su generalidad, no se precisa si el educador debe ser educado antes de o durante la práctica educativa; en el segundo es claro que es en la misma relación donde el educador resulta educado; maestro y alumno, líder y militantes, dirigentes y dirigidos aprenden uno del otro en una relación donde el educador resulta educado: maestro y alumno, líder y militantes, dirigentes y dirigidos aprenden el uno del otro en una relación recíproca. Espontaneidad y dirección son los componentes y la complementariedad de ambos. Sin embargo, en este último caso, que es el de Gramsci[22] se establece en algunos textos, una fijación de la relación referencial y entonces aparece –como en Lenin- que el maestro, el adulto o el dirigente son quienes educan.
Respecto de la noción de sujeto de educación que puede inferirse dados los parámetros y conceptos sobre lo educativo y sobre la constitución del sujeto social que estos autores exponen en sus obras, se apunta lo siguiente:

- Para Marx (1845) tanto en su noción amplia como en la restringida, el sujeto de educación se constituye en las prácticas educativas, como un sujeto activo que se apropia de un contenido en la medida en que lo construye: en esa práctica constructiva (condicionada socialmente) se conforma como sujeto y se conforma asimismo su objeto de conocimiento.
- Para Lenin (1902), el sujeto de educación se constituye en dos momentos:
1- por cuanto sus características como sujeto social determinado por la historia y a la vez capaz de transformarla y
2- para transformarla requiere del acceso a la “única y verdadera ciencia de la historia” en términos de una “importación” de la teoría. De esta manera el sujeto educador se constituye por ser el portador de la ciencia (independientemente de haber entablado una relación educativa con otro agente) y el sujeto de educación se conforma por ser carente de dicha ciencia.
- Gramsci (1929-37) sostendrá que el agente conocedor de la teoría, el intelectual, no es el exclusivo en la relación hegemónica, sino también es educado en la medida que incorpora a su conciencia un nuevo elemento: lo espontáneo. El intelectual sabe pero no siente, las masas sienten pero no saben, en el intercambio educativo se sintetizan ambos componentes y el resultado es que intelectuales y masa comprenden: el sujeto de educación se constituye al mismo tiempo como sujeto educador.
- Para Althusser (1969-70) el sujeto de educación se constituye en relación de interpelación. En la medida en que el agente social siempre esta inmerso en esta práctica ideológica, puede haber sido conformado como un sujeto susceptible a ciertas interpelaciones e impermeable a otras, de aquí que no se pueda hablar de una determinación absoluta por parte del interpelador (o sujeto educador) sobre el interpelado (sujeto de educación) y sí de un carácter virtualmente activo en cuanto puede aceptar o rechazar la interpelación.[23]

2.1.5 Una última observación que concierne a los cuatro autores, aunque Gramsci en menor medida, es la que se refiere a los polos de identidad en torno a los que el sujeto se constituye. En este sentido para Marx, Lenin, Gramsci y Althusser el polo central, cuando no el único, es el clasista. Las instituciones, las prácticas, los contenidos, tanto en alusiones a la vieja escuela, como en alusiones a la escuela socialista, aparecen centradas en torno a la identidad de clase, aunque eventualmente y de manera secundaria aluden también a la identidad nacional, racial o sexual. [24]

2.2 Por lo que toca a las consideraciones personales, cabe señalar en primer término, la exigencia que se presenta en relación a la caracterización del papel que juegan las prácticas educativas en la constitución del sujeto social. Esta exigencia de carácter tanto teórico como político, concierne por una parte al análisis concreto de cómo se constituyen los sujetos sociales en las sociedades capitalistas y en las no capitalistas,[25] en qué ámbitos, por medio de qué prácticas, en relación a qué posiciones, en torno a qué proyectos políticos, es decir: en qué discursos. En este sentido, la noción de discurso como configuración de significaciones, como terreno o espacio de constitución de identidades, viene a mostrarse como una conceptualización fecunda y complementaria de lo que he venido presentando sobre el concepto de educación. Por otro parte, concierne a la tematización el debate y las nuevas construcciones teóricas sobre el tipo de sujeto que se quiere construir desde la perspectiva de un proyecto político específico.
Lo anterior nos llevará a insistir en la necesidad de hacer una reconsideración respecto de lo que se entiende por educación y por prácticas educativas.

2.2.1 La identificación de educación con escuela es una salida muy cómoda en lo que concierne a la precisión del concepto: la delimitación se da casi de manera automática; la escuela, lo escolar, está delimitado en términos jurídicos, filosóficos, ideológicos, económicos, etc.; sus funciones sociales son menos difíciles de delimitar, las relaciones sociales y políticas, ideológicas y administrativas, afectivas y teóricas tienen límites impuestos por el compromiso marco institucional.
Aún dentro de esta relativa comodidad, es frecuente escuchar alusiones restrictivas respecto del carácter de las prácticas educativas que se basan exclusivamente en lo que la escuela dice explícitamente de sí misma: neutralidad, conocimiento científico, normatividad del “buen ciudadano”, patriota, valores “universales”, desarrollo armónico de las capacidades de la “esencia humana”, etc.
Esta visión restringida de la escuela debe cuestionarse. Es, sin embargo, fundamental, ampliar la discusión relativa a:

- los discursos escolares que constituyen al sujeto de educación[26]
- el tipo de sujeto que se configura en esos aspectos[27]
- lo que la escuela no dice de sí misma, así como de las prácticas educativas externas que inciden sobre las escolares, tanto en términos de complementariedad como en términos de oposición.[28]

Por otra parte, en este mismo sentido, cabe resaltar que en casi todos los países capitalistas, y sobre todo, en los capitalistas subordinados –como es el caso de América Latina en general- la escuela es una institución educativa dominante[29] por el reconocimiento social que detenta, por ser la única institución con capacidad jurídica de certificar los conocimientos o un cierto tipo de educación,[30] y no porque abarque a la mayor parte de la población.
En estos casos, más que nunca, se hace urgente la exigencia de conocer cómo opera la educación no escolar, qué fuerzas se debaten en ella, qué proyectos políticos sostienen, cómo los ponen en práctica, qué tipos de sujetos intentan construir, mediante qué prácticas, etc., para tener la posibilidad de incidir en ella.
Toda la población que no tiene acceso a las instituciones escolares –indígenas, “marginados”, campesinos, o simplemente los que no alcanzaron “cupo”- de todas formas se constituyen como sujetos en esos otros espacios[31] tradicionalmente despreciados[32] por los intelectuales. (Y además también se constituye como sujeto por referencia a lo escolar, como los “no escolarizados” con las consecuencias sociales que eso conlleva).
Lo anterior pone una vez más en evidencia que con atender el discurso escolar no basta. Es también imprescindible atender todos aquellos otros espacios, institucionales o no, que contribuyen a la conformación del sujeto social, delimitar sus condiciones, reconocer sus prácticas, qué fuerzas políticas actúan, qué contradicciones son emergentes, en fin, qué tipo de sujeto constituyen y qué alternativas se pueden ofrecer.
El reconocimiento de que las prácticas educativas no se llevan a cabo sólo en las instituciones escolares sino también en muchas otras agencias que incluso pueden no tener el carácter de institución formal, es quizá una posición mucho más incómoda, mas inasible (por el momento), pero su construcción puede aportar más elementos para el análisis y explicación de los hechos educativos, es decir, los discursos desde los cuales se proponen modelos de identificación a los sujetos, que los elementos contemplados por una concepción restrictiva.
La empresa que se propone aquí es evidentemente compleja y a largo plazo. Se ha señalado que de la educación escolar falta aún mucho que indagar; pues de la educación en sentido amplio, está casi todo por construir. Para comenzar es una tarea para todo intelectual y sobre todo para cualquier “pedagogo” que se pronuncie a favor de las transformaciones de órdenes sociales y procesos en los que la opresión predomina. Ello implica: a) precisar el concepto[33] b) investigar y teorizar sobre cómo, en las sociedades actuales, se llevan a cabo procesos educativos en una multiplicidad de instituciones, e incluso en espacios sociales no institucionalizados; c) analizar qué tipos de prácticas tiene lugar en estos espacios; d) qué tipos de sujetos constituyen y si tienden a reproducir o a transformar las relaciones sociales vigentes. En otras palabras, qué discursos interpelan a los sujetos y qué efectos tienen esas interpelaciones en los sujetos y en los discursos mismos.
Pasar por alto estas múltiples prácticas educativas, por no ser estrictamente escolares, implica política e ideológicamente una perspectiva desmovilizadora y una ceguera. Implica dejar esos espacios en los cuales los sujetos se constituyen cotidianamente, en manos de, por un lado, la pura espontaneidad, y por otro lado, de fuerzas y posiciones opresivas predominantes –autoritarias, discriminatorias y regresivas (en el más amplio sentido del término)-. Además, implica desaprovechar contradicciones y luchas contra dichas formas de opresión que tienen ya algún avance.
Entender las instituciones de la sociedad civil como espacios en los que se libran batallas por la hegemonía (ya lo han dicho Gramsci y Althusser), así como el carácter tanto reproductor como virtualmente transformador de las prácticas políticas –educativas- que en estos aparatos tienen lugar; entender las relaciones políticas que en ellas se generan – y no son meras consecuencias o efectos de una relación o institución económica, o política exteriores- relaciones y prácticas productoras de sujetos cuyo carácter no se reduce una referencia clasista sino también, y de manera articulada, a referencias y polos de identidad raciales, religiosos, nacionales, sexuales, generacionales o en torno a la relación dirigentes-dirigidos: entender de esta manera la educación es premisa para la elaboración de una propuesta pedagógica y una práctica educativa compleja, múltiple y contestataria. Es de alguna manera, una propuesta movilizadota desde una perspectiva pedagógica.

2.2.2 Otra cuestión de especial importancia para la reflexión pedagógica, que aparece clara desde la III Tesis sobre Feuerbach y en algunos pasajes de la obra de Gramsci es la relativa al carácter absoluto y fijo del sujeto educador como referente necesario para el sujeto de educación. Es decir, la calidad que muchas corrientes pedagógicas dentro y fuera del marxismo atribuyen al maestro, padre, dirigente, intelectual, partido, “generación adulta”, referente educativo fijo, absoluto, necesario, respecto del alumno (hijo, dirigido, masa, “generación joven”, etc.), debe ser reconsiderada. Es preciso romper con dichos postulados unilateral, estático y avanzar hacia una concepción en la cual los referentes ni están prefijados por criterios que se basan en determinaciones ajenas a la relación educativa (generacionales, de parentesco, etc.), ni sean invariables de una vez para siempre, sino que asuman como referentes que se constituyen en la propia práctica educativa o hegemónica (en el sentido gramsciano) si se quiere, que sean concebidos como variables, cambiantes, en cada relación educativa.
En este sentido, uno de los aportes pedagógicos críticos actuales que más ha profundizado respecto de los referentes en la relación educativa además de Marx y Gramsci es Paulo Freire, particularmente cuando caracteriza la concepción bancaria de la educación y le opone la alternativa de una “educación liberadora”, en la cual –más allá de la superficialidad demagógica del discurso pedagógico dominante- precisa en qué consiste una práctica educativa en la cual el educador es a su vez educado por “el educando” y viceversa.
Avanzar en esta perspectiva, es también cuestionar la concepción de un sujeto de educación que se constituye pasivamente por la acción de un sujeto educador que se constituye activamente. La educación bancaria –dice Freire- necesariamente supone sujetos pacientes, receptivos, oyentes, sujetos que se constituyen en último análisis como objetos recipientes. [34]
Trascender esta conceptualización bancaria de la práctica educativa en que se constituyen sujetos de educación totalmente pasivos, en la cual se presuponen sujetos referenciales fijos y absolutos, es condición impostergable a cualquier propuesta pedagógica que se pronuncie por una educación transformadora y no meramente reproductora de las relaciones sociales de dominación vigentes en un momento dado.
El sujeto de educación se conforma en la práctica como un sujeto activo y condicionado tanto por las relaciones políticas, académicas, administrativas, jurídicas, etc, que rigen y se debaten en la institución escolar, como por discursos en otros espacios sociales, en la vida cotidiana. En esta medida aparece marcado por diversos antagonismos políticos irreductibles al antagonismo de clase, por lo que cabe señalar la exigencia de comenzar a reflexionar respecto de la multiplicidad de polos de identidades que se imbrican en este proceso.
Pensar las prácticas hegemónicas[35] en términos de la constitución de un sujeto múltiple, complejo, diferencial, en el cual se articulen polos de identidad de diversa índole: democráticos, antiautoritarios, no sexista,[36] antirracistas, antibélicos, antinucleares, ecologistas, populares, nacionales… la lista podría aumentarse interminablemente, es avanzar hacia la construcción del concepto amplio de educación que he venido proponiendo.
De lo que se trata es también de cuestionar y modificar las tendencias y realidades que conducen a las viciosas prácticas[37]reinantes en muchos grupos de intelectuales, académicos, partidos, sindicatos, instituciones (escuelas, hospitales, etc.), países enteros. A lo que se aspira es a constituir sujetos atentos y críticos a diversas formas de opresión, sujetos capaces de generar una respuesta alternativa a los conflictos políticos que surgen en los diversos espacios sociales.

2.2.3 Cabe hacer un comentario en relación a lo que es específicamente educativo de una práctica y agencia social. A lo largo de todo este último capítulo y particularmente en estas consideraciones finales, se ha puesto en evidencia el carácter restrictivo de la concepción que identifica lo educativo con lo escolar.
Se han abierto las posibilidades de presentar cualquier relación social y en cualquier espacio como susceptibles de convertirse en momentos específicos, en prácticas y agencia educativas. Lo que ahora correspondería, es precisar por qué cualquier discurso es susceptible de tener un papel educativo. Esto implica dos tipos de riesgo:

a) El de establecer –como hace Lenin y en algunos momentos Marx y Gramsci- que dicha precisión se puede basar en criterios políticos o éticos particulares y de aquí hacer una generalización en la cual se determine lo que es y lo que no es educación.
Pretender que sólo es la educación lo que permite el acceso a “formas superiores” de cultura como hace Gramsci, o lo que conduce a librarse de las formas de opresión[38] como hacen Marx y Lenin, de hecho solamente avanza en términos de la concepción de un tipo específico de educación: la educación revolucionaria, liberadora o crítica. Pero eso no adelanta nada en relación a una concepción general de educación ya que descuida o mejor dicho desconoce, descalifica y excluye aquella educación que no tiende a la conformación de sujetos críticos.
Pretender que las prácticas sociales tendientes a conformar sujetos pasivos, acríticos, enajenados y conformes a las relaciones de dominación vigentes, no es educación, se basa en el establecimiento de un criterio restrictivo, positivo y fijo sobre la especificidad de lo educativo (“esto” es educación de una vez y para siempre y lo que no responde a ello, no lo es ni lo será) y tiene como consecuencia menospreciar o desconocer aquellas prácticas y relaciones sociales educativas que de todas maneras inciden en la conformación de los sujetos sociales.
Insisto en que es una concepción basada en un criterio restrictivo porque implica un movimiento conceptual que va de:

1- el reconocimiento de la multiplicidad de prácticas, relaciones y procesos constitutivos de sujetos de cualquier índole, a
2- reducir sólo a ciertas prácticas productoras de cierto tipo de sujetos, con características muy precisas: consciente, crítico, etc., proponiendo que toda otra relación que no se ajuste a esos criterios, deja de ser educativa; y
3- hipostasiar esta reducción a un concepto fijo, completo, cerrado, positivo.

Este tipo de concepción no cuestiona en base a qué criterios[39] pude alguien o algo erigirse como el “juez supremo” que decide qué es y qué no es educativo,[40]este tipo de concepción no considera que a fin de cuentas la identidad de lo educativo se construye por la posición que ocupe dentro de una configuración social más amplia y por las relaciones que establezca con los otros elementos.
Para superar este tipo de concepción, es indispensable asumir una perspectiva compleja, múltiple y relacional del carácter educativo potencial de las prácticas hegemónicas que tienen lugar en la vida cotidiana, reconocer qué tipo de sujetos intenta construir mediante ellas; es decir, desde qué discursos se constituyen los sujetos y sobre todo, asumir una posición política y ética frente a ellos, en vez de excluirlos, o desconocer la importancia de su carácter educativo y de su eficacia (a favor o en contra de nuestro propio proyecto).

b) El riesgo que supone toda generalización en el ámbito de las disciplinas sociales entre cuyos efectos improductivos estaría la ilusión de universalizar y ahistorizar los conceptos (una forma de esencialismo de la cual quisiera alejarme lo más posible).
Poniendo de relieve que esta generalización es producto de condiciones epistemológicas y de preferencias teóricas, enfatizando en como cualquier identidad, la de la educación es relacional, diferencial, precaria, inestable e incompleta, pero intentando someter al juicio de mis escuchas al menos una tesis propositiva, es decir, algo más que el análisis crítico que he presentado, aunque sólo sea de manera tentativa, expongo lo siguiente:
Lo que concierne específicamente a un proceso educativo consiste en que, a partir de una práctica de interpelación, el agente se constituya como un sujeto de educación activo incorporando de dicha interpelación algún nuevo contenido valorativo, conductual, conceptual, etc., que modifique su práctica cotidiana en términos de una transformación o en términos de una reafirmación más fundamentada. Es decir, que a partir de los modelos de identificación propuestos desde algún discurso específico (religioso, familiar, escolar, de comunicación masiva), el sujeto se reconozca en dicho modelo, se sienta aludido o acepte la invitación a ser eso que se le propone.
Esta especificidad se define por la relación que lo educativo establece con otros elementos de una constelación social determinada, con sus instituciones, sus procesos de cambio y sus mitos; se define también, en términos analíticos, por las relaciones que establezca con otras prácticas sociales cuyos efectos no intervienen en la proposición de modelos de identificación.
Por lo que toca a una conceptualización particular –es decir, que opera en condiciones específicas y alrededor de un proceso ético-político definido- podría proponerse que un proceso de educación crítico o liberador si se quiere, implicaría que la modificación de la práctica cotidiana (a partir de la interpelación educativa) estuviera encaminada a la denuncia, crítica y transformación de las relaciones de opresión diversas (clasista, sexista, autoritaria, machista, burocratizante, etc.) que rigen en una sociedad específica. Desde esta perspectiva, una educación acrítica, conformista o enajenante si se quiere, supondría que la constitución de un sujeto de educación (activo o pasivo) tuviese lugar mediante interpelaciones a partir de las cuales dicho sujeto de educación incorporase nuevos elementos para justificar, aceptar, reproducir y desarrollar las formas de opresión vigentes.
Se propone que las diferencias de las prácticas educativas sean pensadas a partir de la construcción de una teorización general frente a la cual la diversidad de los casos concretos sea asumida como un sistema de alternativas; se rechaza la posibilidad de transformar un caso concreto en paradigma asignándole a la diferencia el carácter de “desviación” de dicho paradigma, o peor aún, asignándole un carácter excluyente: lo “no educativo”.
Lo importante de resaltar en esto, es que el proyecto político que articula cada una de estas dos formas de educación, no se erigirá como un criterio absoluto y sin historia que excluyera el carácter educativo de las prácticas contrarias. “Enajenante” o “liberadora” de todas maneras sería práctica educativa.
Con toda la falta de precisión que lo anterior pueda presentar, se propone no como una conclusión sino más bien como una tesis resultante de mi investigación, que marque una línea para una investigación futura.

Consideraciones Finales

Para cerrar esta charla quiero anudar algunas de las tesis presentadas en las dos secciones específicas, rescatando la idea inicial que nos reúne hoy: análisis de discurso y educación. Dos tipos de reflexiones organizarán las siguientes líneas: cuestiones de carácter teórico y consideraciones de carácter analítico.
Considerando la ampliación del concepto de discurso como una configuración de significación relacional, abierta, y precaria; y la del concepto de educación como relación social que involucra la aceptación de modelos de identificación, conceptos que expuso en momentos anteriores, las estrategias del análisis del discurso educativo cobran una complejidad creciente.
Siguiendo la premisa antiesencialista y antifundacionalista, cabe reflexionar sobre la cuestión de que ni un proyecto ético, político o cultural son elementos suficientes para fundar de manera absoluta lo que es educativo y lo que no lo es.
Un primer punto a considerarse alude al carácter relacional de la educación, con lo cual se rechaza toda noción positiva de la educación y se pone de relieve la imposibilidad de establecer una definición de educación al margen de un discurso, es decir, al margen de las relaciones entre lo educativo y otros componentes del discurso de que se trate. En otras palabras, se puede definir lo específico de la educación relacionalmente frente a otros elementos diferenciales dentro del discurso disciplinario (pedagogía, sociología, antropología, psicología, etc.) o dentro del discurso axiológico (educación para una propuesta ética) o dentro de un discurso cultural, etc. Lo que es inaceptable es plantear esta especificidad en abstracto ya que llevaría a hipostasiar y a concebir de manera ahistórica y con pretensiones absolutizantes al concepto, deber ser o práctica educativos.
Cabe llamar la atención sobre las implicaciones del carácter relacional en el terreno conceptual y político. Decir que algo es relacional o relativo, no implica que todo o cualquier cosa sea educativa, que todo sea igualmente válido o que dé lo mismo una práctica que otra. Desde el punto de vista que se ha estado planteando aquí, en principio cualquier práctica puede ser educativa pero no necesariamente lo es en todo momento; sólo lo será en la medida en que establezca ciertas relaciones con los otros elementos de una configuración frente a la consecución de un proyecto. De aquí que no comparto la idea de relativismo del sentido común según la cual everything goes, lo que sostengo es que la validez o identidad de una práctica educativa sólo se define dentro de un contexto específico pero de ahí no se deriva su validez en general.
Una segunda consideración concierne al carácter abierto de la educación, es decir a la imposibilidad de indicar, de manera exhaustiva, la totalidad de características, elementos y prácticas que podría definir lo específico de la educación. En otras palabras, siempre será posible, en principio, considerar elementos no previstos en una aproximación inicial, que formarían parte de lo educativo.
Ligado a lo anterior, un tercer elemento a tener en cuenta es el carácter precario de la educación, en el sentido de que no puede alcanzar una estabilidad final, sino que es susceptible de ser desarticulada por la penetración de elementos –no previstos- en las fisuras del propio discurso educativo. Esto alude a considerar como algo constitutivo de lo educativo a la contingencia, es decir, a la irrupción de elementos exteriores al discurso educativo, imprevistos que modifican el carácter mismo del concepto, el proceso y los sujetos involucrados, modificando así la identidad de lo educativo. De tal forma que la distinción entre lo educativo y lo no educativo no se da sólo en términos de aquellas significaciones articuladas en torno a un proyecto (y en esta medida, deliberadas)[41] sino también de aquellas que, sin haber estado incluidas dentro del proyecto, lo penetran y transforman. Esta idea, que aunque con un esencialismo clasista[42] ya estaba presente en los cuatro autores comentados aquí, es la que también nos da elementos para reconocer y analizar prácticas en las que se trastoca la referencialidad de los sujetos en las acciones educativas, se subvierte el sentido de los contenidos de las enseñanzas y se transforma el papel que juegan en su relación con otras prácticas sociales; es decir, la posición que ocupan en una configuración social/discursiva más amplia.
En este sentido se articulan las premisas antiesencialistas y consideraciones procedentes de la crítica al reproductivismo (supra pp.9 y 12). Esta articulación no se hace, desde luego, sobre la base de una posición voluntarista sino desde una posición que reconoce el carácter constitutivo de la contingencia como elemento de ruptura del discurso, de transformación de su identidad, y, en este sentido, como elemento que imposibilita una reproducción ad infinitud de un orden dado.
En torno a las implicaciones analíticas de las consideraciones conceptuales recién comentadas, señalaré que si bien el uso coloquial del sentido común nos haría imagina que el análisis del discurso educativo alude al análisis de la producción lingüística generada al interior del aparato escolar, mediante la apropiación de las herramientas teóricas que he presentado, nos damos cuenta de que esta asunción es sumamente limitada ya que ignora una serie de elementos significativos (objetos, prácticas, procesos y organizaciones) y una serie de prácticas educativas (escolares y extraescolares), que tienen efectos sociales (educativos, en el caso que nos reúne hoy). Consideraciones teóricas y políticas sobre la pertinencia de ampliar ambos conceptos fueron argumentadas anteriormente.
Centrándonos en lo educativo como el objeto de análisis de discurso, puede observarse que:

Al interior de la educación escolar, el análisis de discurso puede contemplar cualquier evento significativo dentro del discurso escolar (como se mencionó anteriormente, de manera análoga al discurso carcelario). Una práctica escolar específica debe, entonces, ser contemplada como un elemento diferencial de la constelación escolar.
Por ejemplo, si nos interesara analizar el discurso del maestro, tendríamos que considerarlo como un elemento cuya identidad se constituye en sus relaciones con otros elementos del discurso escolar: su posición jerárquica frente al alumno (como depositario del saber, diría Focault), su posición como asalariado, su posición dentro de la estructura curricular de la institución, etc; también se tendría que ubicar su discurso lingüístico como un elemento frente a otras modalidades discursivas (lenguaje corporal, ubicación espacial en el aula y fuera de ella, etc).
Es decir, el investigador o analista del discurso, elabora un recorte del sistema de significaciones que conformarán su totalidad u horizonte discursivo y una vez hecho esto, analiza cómo se construye la identidad del maestro frente a otros elementos del sistema definido: cual es su posición frente a ellos, y de qué elementos principales se configura “internamente”. Como se desprende de las consideraciones conceptuales de esta charla, es improductivo pretender fijar a priori tanto los elementos del horizonte discursivo en que se producen las interpelaciones al maestro como los elementos que configuran internamente sus procesos de identificación.
En el caso de la educación extraescolar, pongamos por ejemplo la educación vía televisión, el análisis del discurso contemplaría cualquier evento significativo generado a partir de la producción y el consumo de la programación televisiva.
Por ejemplo, si nos interesa analizar los modelos de identificación de papeles sexuales propuestos por la televisión, tendríamos que construir una totalidad de significaciones televisivas (v.gr.identificación de estereotipos hombre-mujer, identificación de posiciones laborales, religiosas, raciales, etc.),y analizar entonces, por un parte, la posición de nuestro objeto de interés frente a los otros, cómo se configura en los programas, en los comerciales, cómo los consume el telespectador (si los critica, los rechaza, los asume, etc.); y por la otra, la configuración de elementos internos a las imágenes de la relación hombre-mujer propuesto y consumidos.

Los ejemplos pueden expandirse al infinito conservando la idea general de que el discurso educativo puede analizarse desde la perspectiva de su producción (cómo se genera, quién invierte, con qué fines explícitos, dentro de qué condiciones, etc.) y de su recepción o consumo (qué sujetos lo reciben, en qué condiciones, como se lo apropian, qué efectos tiene en su práctica cotidiana, etc.). Lo que es fundamental en ambos es el hecho de que su análisis implica la constitución de configuraciones discursivas al menos en dos niveles: la del discurso educativo frente a otros discursos en cuya relación lo educativo se define, y la del discurso educativo como una configuración en sí misma con sus elementos discretos y donde las relaciones entre dichos elementos dan cuenta de lo educativo del discurso.

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Notas:
[1] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe son las fuentes teóricas de donde se origina una línea de investigación centrada en el Análisis de Discurso. Actualmente cuenta con aproximadamente veinte académicos, en su mayoría ubicados en la Universidad de Essex en el Centre for Theoretical Studies. Una versión esquemática –en español- de mi apropiación de esta línea se puede consultar en la Introducción al libro Las Radicalizaciones en el Cardenismo: Argumentación y Discurso Educativo, (véase en la bibliografía), una versión más profunda puede consultarse en Laclau, 1986 y 1990 (en inglés).
[2] Benveniste, Jackobson y Barthes critican la noción de arbitrariedad en el signo propuesto por Saussere. Benveniste señala que el signo es arbitrario en relación a la cosa (referente) pero su ligazón al concepto es necesaria e íntima.
[3] En este sentido, Lemaire apunta: “Le signe a aussi une valeur qui ne se limite pas a sa signification restreinte (…). Seul le systeme entier de la langue va lui donner sa specificité par opposition aux autre signes (...) La valet resulte du fait que la langue est une systeme dont les termes sunt solidaires. La valeur d’un mot sera signification que lui confere la présence de tuos les mots du code mais aussi la présence de tous les éléments de la phrase ». (A. Lemaire, 1979, p.44)
[4] Por ejemplo la palabra “hermana” es definida por su relación y diferencias con: “hermano”, “madre”, “padre”, “sobrina”, etc, en el caso del contexto discursivo de las relaciones de parentesco
[5] Wittgenstein. Investigaciones Filosóficas. Primera Parte
[6] Sabiendo que ésta es una desafortunada traducción literal de la expresión Wittgensteiniana, languaje –game, no encuentro otra mejor por el momento.
[7] Una diferencia de matiz haría yo a este postulado: puede haber acción sin significado pero entonces es completamente irrelevante en términos sociales.
[8] Los dos planos de análisis han sido asociados con lógicas de estrategia: equivalencia y diferencia (Laclau y Mouffle), con figuras retóricas; metonimia y metáfora (Barthes, 1985, p.119) y con mecanismos de sobredeterminación: desplazamiento y condensación (A.Lemaire), lo cual permite ver planos de convergencia entre el pensamiento político, lingüístico y psicoanalítico (ef.Buenfil, 1988/1991), entramado de conceptos que alimentan este paso por las relaciones entre discurso y educación).
[9] Ver particularmente R.Barthes: Mitologías o E de Ipola: Ideología y Discurso Populista
[10] Siguiendo el ejemplo de la cárcel, cabe poner de relieve el carácter significativo del uso del uniforme, de un número en vez del nombre propio y otras prescripciones que evocan la negación de la identidad del preso; los usos y restricciones del espacio físico, los saludos, emblemas y otros actos que significan la sumisión ante la autoridad. Así, prácticas lingüísticas y extralingüísticas se combinan y adquieren su significado en el discurso carcelario.
[11] El ejemplo del discurso carcelario sirve como analogía para el caso de la educación. Sobre esto abundaremos en la segunda parte de esta conferencia.
[12] La acepción de ideología como oposición a ciencia, desde una perspectiva epistemológica, no tiene lugar dentro de este estudio, y por otra parte no compartimos tal suposición.
[13] Totalidad se entiende aquí como totalidad abierta, en cierto sentido, incompleta, y susceptible de ser siempre reconstituida. Es decir como una totalidad arbitrariamente delimitada en tanto objeto de análisis.
[14] Si la leche se concibiera como una entidad positiva, el yogurt sería un epifenómeno de ella.
[15] Esta idea de proponer modelos de identificación es análoga a la noción althusseriana de interpelación (Althusser, 1970) en la que se conceptualiza como el procedimiento por excelencia para la constitución de sujetos.
[16] “Espacio”, en este contexto, se refiere a espacio social, es decir, atravesado por redes de relaciones (ver culturales, económicas, políticas, sociales, lingüísticas, eróticas, generacionales, nacionales, raciales, religiosas, etc) que son condiciones para la constitución de los agentes sociales.
[17] En este sentido la noción de práctica hegemónica, como lugar de constitución de los sujetos (cf. Laclau y Mouffe, 1985) es una noción productiva para la comprensión de lo educativo. La práctica hegemónica tiene como condiciones la superficie discursiva de lo social (como orden simbólico o constelación de identidades), la irrupción de la negatividad (lo real, en sentido lacaniano) que establece una relación de antagonismo entre las identidades sociales y desarticula este orden social, y la emergencia de nuevos modelos de identidad (imaginario) que posibilita la restauración de un nuevo orden social mediante la articulación de nuevos modelos de identificación en torno a un proyecto ético.político distinto.
[18] Aún después de más de tres décadas de crisis del marxismo, de dos años de la caída del muro de Berlín y de estar siendo testigos del desmantelamiento del bloque soviético, es de gran relevancia analizar las teorizaciones marxistas sobre educación por su riqueza, complejidad y porque, desembarazadas de sus lastres reduccionistas y esencialistas, siguen brindando elementos de lucha contra las diversas formas opresivas que predominan en nuestro Tercer Mundo y que no son afectadas por la desarticulación del discurso socialista.
[19] Este análisis está basado en el capítulo 4 de El Sujeto Social en el Discurso Marxista: Notas sobre el Reduccionismo de Clase y Educación, Tesis de Maestría DIE-CINVESTAV IPN, 1983, México. Publicado en Tesis DIE, N° 12, 1992.
[20] Una presentación sucinta de las posiciones de los cuatro autores puede consultarse en Buenfil B, Rosa N: “Ideología y Educación en el Marxismo” en la revista Pedagogía vol. 4, N° 12, Revista de la Universidad Pedagógica Nacional, México, oct-dic 1987, pp.13-22
[21] Cabe señalar que existen diferencias entre la noción gramsciana de hegemonía y la que se sustenta en esta charla, es decir la noción de Laclau y Mouffe (supra nota 16).
[22] Cabe llamar la atención de que en Gramsci se observa una tensión entre dos posiciones contradictorias: una en la cual se afirma que el educador es a su vez educado en la práctica hegemónica, y otra en la cual sostiene de manera unilateral que son los educadores (padres, intelectuales, adultos) quienes dirigen a los sujetos de educación (hijos, masas, jóvenes, etc.)
[23] En otro escrito, he resaltado las tensiones subyacentes en las conceptualizaciones de los cuatro autores, aquí, por falta de espacio no se retomaron (cf. Buenfil, 1983, Capítulo 4).
[24] Hasta aquí el comentario sobre los autores consultados. Como se puede observar, no tiene mucho sentido intentar definir en términos generales, a ninguno de ellos como un autor cuyo discurso es de apertura en todos sus componentes, o absolutamente de cierre. Sólo momentos, pasajes de su obra, componente de su conceptualización global son susceptibles de tal caracterización. Lo importante es que en todos ellos hay elementos rescatables que, despojándolos de sus características reduccionistas, cientificistas, etc y rearticulándolos a nuevos esquemas explicativos, pueden alcanzar un grado de desarrollo y precisión que los conviertan herramienta teórica para el análisis y explicación de hechos educativos cada vez más complejos.
[25] No es el momento ni espacio para entablar la discusión acerca de cómo nombrar a las formaciones sociales del antiguo bloque soviético. Por ahora, prefiero decir simplemente “no capitalista”. Sobre este debate véase: Sánchez Vázquez, A. “Ideal Socialista y Socialismo Real”, en Nexos 44, Agosto 1981, pp:3-12
[26] Prácticas lingüísticas y extralingüísticas en las que confluyen, se entrecruzan y se sobredeterminan múltiples condicionamientos institucionales, en las cuales rigen una determinada concepción del proceso de conocimiento, un cierto sistema de técnicas de enseñanza y aprendizaje, una equis reglamentación jurídico-administrativa, una intencionalidad política específica, una determinada jerarquía ocupacional y de autoridad, en las cuales es vigente una cierta normatividad moral, etc
[27] Espacios marcados por la institucionalidad, y pensar en el tipo de sujeto que se puede conformar dadas estas condiciones, mediante prácticas alternativas, y/o modificando algunas de dichas condiciones.
[28] Las prácticas escolares no reconocidas, los “contenidos ocultos”, las condiciones sociales que pasan por el ámbito escolar, filtradas si se quiere, pero que de todas maneras inciden en lo que allí sucede, así como los efectos en el espacio escolar de otras relaciones educativas externas (la familiar, religiosa, de los medios de comunicación, etc.) que en ocasiones complementan, legitiman, justifican o simplemente apoyan a la escuela, pero en ocasiones contradicen o simplemente proponen a otros contenidos valorativos conductuales, etc, que sustituyen los prescriptos por la escuela.
[29] Una posición opuesta a la que sostengo aparece argumentada por Adriana Puiggrós en “La decadencia de la escuela”, en Revista Arte, Sociedad e Ideología N°4, México, 1978, p.64
[30] Una caracterización más acabada sobre el carácter dominante de la educación escolar, se puede consultar en: Ibarrola, Maria de: Sociología de la Educación, Colegio de Bachilleres, México, 1979
[31] La propia clientela cautiva durante 35 o 45 horas semanales en la institución escolar, es material susceptible de los demás espacios educativos durante las horas restantes, espacios que además pueden contar con recursos y contenidos educativos tan sistemáticos, tan atractivos y tan eficaces (o más) que aquellos con los que cuenta la propia escuela.
[32] El desprecio al que aludo se refiere a que son escasas las investigaciones sobre lo educativo de dichos espacios no sobre la marginalidad, o las alternativas no formales. Por ejemplo hay investigaciones sobre la primaria, la secundaria o la universidad por televisión, hay investigaciones sobre los “efectos enajenantes” de la tv comercial sobre los niños, etc… pero no hay investigaciones sobre lo educativo de la tv comercial o lo educativo de los “comics de escasa calidad cultural”
[33] Indagar qué es lo que hace que cualquier práctica social pueda ser, en un momento dado, una práctica educativa, averiguar en qué radica que cualquier espacio social pueda constituirse en una agencia educativa.
[34] Dice Freire: a) El educador es siempre quien educa; el educando el que es educado. b) E educador es quien sabe, los educandos quienes no saben. c) el educador es quien piensa, el sujeto del proceso; los educandos son los objetos pensados. d) el educador es quien habla; los educandos quienes escuchan dócilmente. E) el educador es quién disciplina”. (Freire, 1976, p74).
[35] En otros escritos desarrollo una noción de hegemonía que aunque guarda cierto parentesco con la gramsciana, no es completamente equivalente a ella sino que involucra elementos del paradigma psicoanalítico lacaniano y cuya articulación más rigurosa puede encontrarse en los trabajos de Laclau y Mouffe.
[36] Por sexista quiero decir que supone la necesaria subordinación del sexo masculino sobre el femenino y/o viceversa, así como también la persecución y represión de opciones sexuales no generalizadas.
[37] Sectarismo, machismo, autoritarismo, racismo, explotación, y demás formas de opresión religiosa, cultural, nacional, militar, etc.
[38] Yo me puedo liberar de la opresión matando a quien me oprime y no considero que ello necesariamente sea educativo
[39] Sabemos que en caso de Marx, Lenin, Gramsci y Althusser estos criterios están fundados, de una forma o de otra, en el paradigma materialista científico y dialéctico, sin embargo, parece no haber mayor cuestionamiento sobre por qué este paradigma podría erigirse en criterio supremo, en qué contexto, frente a qué otros criterios, frente a qué situaciones sociales, etc.
[40] Entre las manifestaciones más comunes de esta concepción está, por una parte, la de considerar que una persona no escolarizada, no está educada; por otra parte, la de considerar que una práctica educativa enajenante, no es educación, etc. En realidad, entre estas manifestaciones y las de los colonizadores europeos que sostenían que en la América prehispánica no había cultura, ni educación, hay poca diferencia. Otra cosa sería reconocer que una práctica educativa pueda ser reaccionaria, enajenante, hasta nociva si se quiere, en relación a un proyecto político educativo específico pero sin negar el carácter formador de sujetos que de otras maneras tiene.
[41] Este punto es fruto de una relación desencadenada a partir de comentarios de Justa Ezpeleta a este texto y fue incluido posteriormente.
[42] En los casos de Marx, Lenin, Gramsci y Althusser, subyace no sólo un esencialismo clasista sino, en muchos casos, también una noción teleológica y totalizante de la historia, una concepción determinista de los sujetos y, en algunos casos, hasta una concepción epifenomenalista de la educación (Cf. Buenfil, 1983).