miércoles, 8 de julio de 2009

Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la experiencia

Por Giorgio Agamben

¡Oh, matemáticos, aclaren el error!
El espíritu no tiene voz, porque donde hay voz hay cuerpo.
LEONARDO

I

En la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realiza¬ble. Pues así como fue privado de su biografía, el hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mis¬mo. Benjamín, que ya en 1933 había diagnosticado con precisión esa "pobreza de experiencia" de la época moder¬na, señalaba sus causas en la catástrofe de la guerra mun-dial, de cuyos campos de batalla "la gente regresaba enmu¬decida... no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles... Porque jamás ha habido experiencias tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trinche¬ras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que ha-bía ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un cam-po de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano".
Sin embargo hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamien¬to; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscui¬dad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hom¬bre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos -divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros- sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.
Esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insoportable -como nunca antes- la existencia cotidiana, y no una supuesta mala calidad o insignificancia de la vida contemporánea respecto a la del pasado (al con¬trario, quizás la existencia cotidiana nunca fue más rica en acontecimientos significativos). Es preciso aguardar al siglo XIX para encontrar las primeras manifestaciones literarias de la opresión de lo cotidiano. Si algunas célebres páginas de El ser y el tiempo sobre la "banalidad" de lo cotidiano -en las cuales la sociedad europea de entreguerras se sintió de¬masiado inclinada a reconocerse- simplemente no hubie¬ran tenido sentido apenas un siglo antes, es precisamente porque lo cotidiano -y no lo extraordinario- constituía la materia prima de la experiencia que cada generación le trans¬mitía a la siguiente (a esto se debe lo infundado de los rela¬tos de viaje y de los bestiarios medievales, que no contienen nada de "fantástico", sino que simplemente muestran cómo en ningún caso lo extraordinario podría traducirse en expe¬riencia). Cada acontecimiento, en tanto que común e in-significante, se volvía así la partícula de impureza en torno a la cual la experiencia condensaba, como una perla, su propia autoridad. Porque la experiencia no tiene su correlato necesario en el conocimiento, sino en la autoridad, es decir, en la palabra y el relato. Actualmente ya nadie parece dis¬poner de autoridad suficiente para garantizar una experien¬cia y, si dispone de ella, ni siquiera es rozado por la idea de basar en una experiencia el fundamento de su propia auto¬ridad. Por el contrario, lo que caracteriza al tiempo presente es que toda autoridad se fundamenta en lo inexperimentable y nadie podría aceptar como válida una autoridad cuyo único título de legitimación fuese una experiencia. (El rechazo a las razones de la experiencia de parte de los movimientos ju-veniles es una prueba elocuente de ello.)
De allí la desaparición de la máxima y del proverbio, que eran las formas en que la experiencia se situaba como auto¬ridad. El eslogan que los ha reemplazado es el proverbio de una humanidad que ha perdido la experiencia. Lo cual no significa que hoy ya no existan experiencias. Pero éstas se efectúan fuera del hombre. Y curiosamente el hombre se queda contemplándolas con alivio. Desde este punto de vista, resulta particularmente instructiva una visita a un museo o a un lugar de peregrinaje turístico. Frente a las mayores maravillas de la tierra (por ejemplo, el Patio de los leones en la Alhambra), la aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia: prefiere que la experiencia sea capturada por la máquina de fotos. Naturalmente, no se trata de deplorar esa realidad, sino de tenerla en cuenta. Ya que tal vez en el fondo de ese rechazo en apariencia de-mente se esconda un germen de sabiduría donde podamos adivinar la semilla en hibernación de una experiencia futu¬ra. La tarea que nos proponemos -recogiendo la herencia del programa benjaminiano "de la filosofía venidera" - es preparar el lugar lógico donde esa semilla pueda alcanzar su maduración.

Glosa

Un relato de Tieck, que se titula "Lo superfluo en la vida", nos muestra a una pareja de amantes arruinados que poco a poco renuncian a todos los bienes y a toda actividad externa y terminan vivien¬do encerrados en su habitación. Finalmente, ya sin disponer de leña para el fuego, para calentarse que¬man también la escalera de madera que conectaba su habitación con el resto de la casa y quedan aisla¬dos del mundo exterior, sin otra posesión y sin otra ocupación que su amor. Esa escalera -nos da a en¬tender Tieck- es la experiencia, que ellos sacrifican en las llamas del "conocimiento puro". Cuando el dueño de casa (que representa las razones de la expe¬riencia) regresa y busca la vieja escalera que condu¬cía al piso alquilado a los dos jóvenes inquilinos, Enrique (es el nombre del protagonista) lo ridiculi¬za con estas palabras: "Pretende basarse en la vieja experiencia del que permanece en el piso y quiere moverse lentamente, subiendo un peldaño después de otro, hasta la más alta comprensión, pero nunca podrá alcanzar nuestra intuición inmediata, pues nosotros ya hemos abolido todos esos triviales mo¬mentos de la experiencia y de la sucesión para sacri-ficarlos al conocimiento puro, siguiendo la antigua ley de los Parsis, con la llama que limpia y vivifica".
Tieck justifica la supresión de la escalera, es de¬cir, de la experiencia, como una "filosofía de la pobreza que les impuso el destino". Una similar "filosofía de la pobreza" puede explicar el actual rechazo a la experiencia de parte de los jóvenes (aun¬que no sólo de los jóvenes: indios metropolitanos y turistas, hippies y padres de familia están manco¬munados -mucho más de lo que estarían dispues¬tos a reconocer- por una idéntica expropiación de la experiencia). Pues son como aquellos personajes de historieta de nuestra infancia que pueden cami¬nar en el vacío hasta tanto no se den cuenta de ello: si lo advierten, si lo experimentan, caen irre¬mediablemente.
Por eso, si bien su condición es objetivamente terrible, nunca se vio sin embargo un espectáculo más repugnante de una generación de adultos que tras haber destruido hasta la última posibilidad de una experiencia auténtica, le reprocha su mi¬seria a una juventud que ya no es capaz de expe¬riencia. En un momento en que se le quisiera imponer a una humanidad a la que de hecho le ha sido expropiada la experiencia una experiencia manipulada y guiada como en un laberinto para ratas, cuando la única experiencia posible es ho¬rror o mentira, el rechazo a la experiencia puede entonces constituir -provisoriamente- una defen¬sa legítima.
Incluso la actual toxicomanía de masas debe ser vista en la perspectiva de esa destrucción de la ex¬periencia. Quienes descubrieron la droga en el si¬glo XIX (acaso los menos lúcidos entre ellos) toda¬vía podían abrigar la ilusión de que efectuaban una nueva experiencia, mientras que para los hombres actuales ya sólo se trata de desembarazarse de toda experiencia.

II

En cierto sentido, la expropiación de la experiencia esta¬ba implícita en el proyecto fundamental de la ciencia mo¬derna. "La experiencia, si se encuentra espontáneamente, se llama 'caso', si es expresamente buscada toma el nombre de 'experimento'. Pero la experiencia común no es más que una escoba rota, un proceder a tientas como quien de no¬che fuera merodeando aquí y allá con la esperanza de acer¬tar el camino justo, cuando sería mucho más útil y pruden¬te esperar el día, encender una luz y luego dar con la calle. El verdadero orden de la experiencia comienza al encender la luz; después se alumbra el camino, empezando por la experiencia ordenada y madura, y no por aquella discontinua y enrevesada; primero deduce los axiomas y luego procede con nuevos experimentos". En esta frase de Francis Bacon, la experiencia en sentido tradicional-la que se traduce en máximas y proverbios- ya es condenada sin apelación. La distinción entre verdad de hecho y verdad de razón (que Leibniz formula al afirmar que "cuando se espera que ma¬ñana salga el sol, se actúa empíricamente, porque ha pasa¬do siempre así hasta hoy. Sólo el astrónomo juzga con ra¬zón") sancionó ulteriormente esa condena. Pues contraria¬mente a lo que se ha repetido con frecuencia, la ciencia moderna nace de una desconfianza sin precedentes en rela¬ción a la experiencia tal como era tradicionalmente enten¬dida (Bacon la define como una "selva" y un "laberinto" donde pretende poner orden). De la mirada en el perspicillum de Galileo no surgirán fidelidad y fe en la experiencia, sino lá duda de Descartes y su célebre hipótesis de un demonio cuya única ocupación consistiera en engañar nuestros sentidos.
La certificación científica de la experiencia que se efec¬túa en el experimento -que permite deducir las impresio¬nes sensibles con la exactitud de determinaciones cuantita¬tivas y por ende prever impresiones futuras- responde a esa pérdida de certeza que desplaza la experiencia lo más afuera posible del hombre: a los instrumentos y a los números, Pero de este modo la experiencia tradicional perdía en rea¬lidad todo valor. Porque como lo muestra la última obra de la cultura europea que todavía se funda íntegramente en la experiencia: los Ensayos de Montaigne, la experiencia es in¬compatible con la certeza, y una experiencia convertida en calculable y cierta pierde inmediatamente su autoridad. No se puede formular una máxima ni contar una historia allí donde rige una ley científica. La experiencia de la que Montaigne' se ocupa estaba tan poco inclinada hacia la ciencia que este define su material como un "subjet informe,qui ne peut rentrer en production ouvragere" y en el cual no es posible fundar ningún juicio constante ("il n'y a aucune constante existence, ny de notre estre, ny de celui des objects…Ainsin il ne se peut establirt rien de certain de l” un à l”autre…” )
La idea de una experiencia separada del conocimiento se ha vuelto para nosotros tan extraña que hemos olvidado que hasta el nacimiento de la ciencia moderna, experiencia y ciencia tenían cada una su lugar propio. Y no sólo esto, también era diferente el sujeto del cual dependían. Sujeto de la experiencia era el sentido común, presente en cada individuo {es el "principio que juzga" de Aristóteles y la vis aestimativa de la psicología medieval, que todavía no son lo que nosotros llamamos el buen sentido), mientras que sujeto de la ciencia es el nous o el intelecto agente, que esta separado de la experiencia, "impasible" y "divino" (mejor dicho, para ser más precisos, el conocimiento ni siquiera tenía un sujeto en el sentido moderno de un ego, sino que mas bien el individuo singular era el sub-jectum donde el intelecto agente, único y separado, efectuaba el conocimiento).
En esa separación entre experiencia y ciencia debemos ver el sentido -para nada abstruso, sino extremadamente concreto- de las disputas que dividieron a los intérpretes del aristotelismo de la antigiiedad tardía y del medioevo en torno a la unicidad y la separación del intelecto y su comu¬nicación con los sujetos de la experiencia. Para el pensa¬miento antiguo (y al menos hasta Santo Tomás, también para el pensamiento medieval), inteligencia (noús) y alma (psychej no son en efecto la misma cosa, yel intelecto no es, como estamos acostumbrados a pensar, una "facultad" del alma: de ningún modo le pertenece, sino que aquél, "sepa¬rado, no mezclado, no pasivo", según la célebre fórmula aristotélica, se comunica con ésta para efectuar el conocimiento. Por consiguiente, para la Antigüedad el problema central del conocimiento no es la relación entre un sujeto y un objeto, sino la relación entre lo uno y lo múltiple. De modo que el pensamiento clásico desconoce un problema de la experiencia como tal; y aquello que a nosotros se nos plantea como el problema de la experiencia se presenta en cambio como el problema de la relación (de la "participa¬ción", pero también de la "diferencia", como dirá Platón) entre el intelecto separado y los individuos singulares, entre lo uno y lo múltiple, entre lo inteligible y lo sensible, entre lo humano y lo divino. Diferencia que subraya el coro de la Orestíada de Esquilo al caracterizar el saber humano -con¬tra la hjbris de Agamenón- como un pdthei mdthos, un aprender únicamente a través y después de un padecer, que excluye toda posibilidad de prever; es decir, de conocer algo ron certeza.
La experiencia tradicional (para entendemos, aquella de la que se ocupa Montaigne) se mantiene fiel a esa separación de la experiencia y de la ciencia, del saber humano y el saber divino. Es precisamente una experiencia del límite que sepa¬ra ambas esferas. Ese límite es la muerte. Por eso Montaigne puede formular el fin último de la experiencia como un acer¬camiento a la muerte, como un llevar al hombre a la madu¬rez mediante una anticipación de la muerte en cuanto límite extremo de la experiencia. Aunque para Montaigne ese lími¬te sigue siendo algo inexperimentable, al que sólo es posible aproximarse ("si nous ne pouvons le joindre, nous le pouvons approcher" ); y en el mismo momento en que recomienda "acostumbrarse" y "quitarle su extrañeza" a la muerte ("ostons luy l' estrangeté, pratiquons le, n' ayon rien si souvent en teste que la mort" ), ironiza sin embargo sobre aquellos filósofos "si cxcellens mesnagers du temps, qu'ils ont essayé en la mort messme de la gouster y savourer, et ont bandé leur esprit pour voir que c' estoit ce passage; maiss ils ne sont pas revenus nous en dire les nouvelles" .
En su búsqueda de la certeza, la ciencia moderna anula esa separación y hace de la experiencia el lugar -el "méto¬do", es decir, el camino- del conocimiento. Pero para lo-grado debe realizar una refundición de la experiencia y una reforma de la inteligencia, expropiando ante todo sus respectivos sujetos y reemplazándolos por un nuevo y único sujeto. Pues la gran revolución de la ciencia moderna no consistió tanto en una defensa de la experiencia contra la autoridad (del argumentum ex re contra el argumentum ex verbo, que en realidad no son inconciliables), sino más bien en referir conocimiento y experiencia a un sujeto único, que sólo es la coincidencia de ambos órdenes en un punto arquimédico abstracto: el ego cogito cartesiano, la conciencia.
Mediante esa interferencia de experiencia y ciencia eh un único sujeto (que al ser universal e impasible y al mis¬mo tiempo un ego reúne en sí las propiedades del intelecto separado y del sujeto de la experiencia), la ciencia moder¬na reactualiza aquella liberación del páthei máthosy aque¬lla conjunción del saber humano con el saber divino que constituían el carácter propio de la experiencia mistérica y que habían encontrado sus expresiones precientíficas en la astrología, la alquimia y la especulación neoplatónica. Porque no fue en la filosofía clásica, sino en la esfera de la religiosidad mistérica de la Antiguedad tardía donde el límite entre humano y divino, entre el páthei máthos y la ciencia pura (al cual, según Montaigne, sólo es posible acercarse sin tocado nunca), fue sobrepasado por primera vez con la idea de un páthema indecible donde el iniciado efectuaba la experiencia de su propia muerte ("conoce el 1111 de la vida", dice Píndaro) y adquiría así "previsiones mas dulces con respecto a la muerte y al término del tiempo”. 11(,IIlPO .
I,a concepción aristotélica de las esferas celestes homocéntricas como "inteligencias" puras y divinas, inmunes al cambio y a la corrupción y separadas del mundo terrestre sublunar, que es el lugar del cambio y de la co¬rrupción, recobra su sentido originario sólo si se la sitúa contra el fondo de una cultura que concibe experiencia y conocimiento como dos esferas autónomas. Haber puesto en relación los¬ "cielos" de la inteligencia pura con la tierra" de la experiencia individual es el gran descubrimiento de la astrología, lo cual la convierte no ya en ad¬versaria, sino en condición necesaria de la ciencia moder¬na. Sólo porque la astrología (al igual que la alquimia, que está asociada a ella) había reducido en un sujeto úni¬co en el destino (en la Obra) cielo y tierra, lo divino y lo humano, la ciencia pudo unificar en un nuevo ego ciencia y experiencia, que hasta entonces dependían de dos suje¬tos diferentes. Y sólo porque la mística neoplatónica y her¬mética había colmado la separación aristotélica entre nous y psyché y la diferencia platónica entre lo uno y lo múlti¬ple con un sistema emanatista en el que una jerarquía con¬tinua de inteligencias, ángeles, demonios y almas (recuérdense los ángeles-inteligencias de Avicenna y de Dante) se comunicaba en una "gran cadena" que parte del Uno y vuelve a él, fue posible situar como fundamento de la "ciencia experimental" un único sujeto. Por cierto que no es irrelevante que el mediador universal de esa unión inefable entre lo inteligible y lo sensible, entre lo corpóreo y lo incorpóreo, lo divino y lo humano fuese un pneuma, un "espíritu", en la especulación de la Antiguedad tardía y el medioevo, porque justamente ese "espíritu sutil" (el spiritus phantasticus de la mística medieval) le proporcio¬nará algo más que su nombre al nuevo sujeto de la cien¬cia, que precisamente en Descartes se presenta como es¬prit. El desarrollo de la filosofía moderna está íntegramente comprendido, como un capítulo de aquella "semántica his¬tórica" que definía Spitzer, en la contigüidad semántica de pneúma-spiritus-esprit-Geist. Y justamente porque el suje¬to moderno de la experiencia y del conocimiento -así como el concepto mismo de experiencia- tiene sus raíces en una concepción mística, toda explicitación de la relación entre experiencia y conocimiento en la cultura moderna está con¬denada a chocar con dificultades casi insuperables.
Por medio de la ciencia, de hecho la mística neoplatónica y la astrología hacen su ingreso en la cultura moderna, con¬tra la inteligencia separada y el cosmos incorruptible de Aristóteles. Y si la astrología posteriormente fue abandonada (sólo posteriormente: no se debe olvidar que Ticho Brahe, Kepler y Copérnico eran también astrólogos, así como Roger Bacon, que en muchos aspectos anuncia la ciencia experi¬mental, era un ferviente partidario de la astrología), fue por¬que su principio esencial-la unión de experiencia y conocimiento- había sido asimilado a tal punto como principio de la nueva ciencia con la constitución de un nuevo sujeto que el aparato propiamente mítico-adivinatorio ya se volvía su¬perfluo. La oposición racionalismo/irracionalismo, que per¬tenece tan irreductiblemente a nuestra cultura, tiene su fun¬damento oculto justamente en esa copertenencia originaria de astrología, mística y ciencia, cuyo síntoma más evidente fue el revival astrológico entre los intelectuales renacentistas. Históricamente, ese fundamento coincide con el hecho -soIidamente establecido gracias a los estudios de la filología warburgiana- de que la restauración humanista de la Antigüedad no fue una restauración de la Antigüedad clásica, sino de la cultura de la Antigüedad tardía y en particular del neoplatonismo y del hermetismo. Por eso una crítica de la mística, de la astrología y de la alquimia debe necesariamente implicar una crítica de la ciencia, y sólo la búsqueda de una dimensión donde ciencia y experiencia recobraran su lugar original podría llevar a una superación definitiva de la oposi¬ción racionalismo/irracionalismo.
Pero mientras que la coincidencia de experiencia y co¬nocimiento constituía en los misterios un acontecimiento inefable, que se efectuaba con la muerte y el renacimiento del iniciado enmudecido, y mientras que en la alquimia se actualizaba en el proceso de la Obra cuyo cumplimiento constituía, en el nuevo sujeto de la ciencia se vuelve ya no algo indecible, sino aquello que desde siempre es dicho en cada pensamiento y en cada frase, es decir, no un pdthéma, sino un mdthéma en el sentido originario de la palabra: algo que desde siempre es inmediatamente reconocido en cada acto de conocimiento, el fundamento y el sujeto de todo pensamiento.
Estamos acostumbrados a representamos al sujeto como una realidad psíquica sustancial, como una conciencia en cuanto lugar de procesos psíquicos. Y olvidamos que, en el momento de su aparición, el carácter "psíquico" y sustan¬cial del nuevo sujeto no era algo obvio. En el instante en que se hace evidente en la formulación cartesiana, de hecho no es una realidad psíquica (no es la psyché de Aristóteles ni el anima de la tradición medieval), sino un puro punto arquimédico ("nihil nisi punctum petebat Archimedes, quod esset firmum ac immobile ... ") que justamente se ha consti¬tuido a través de la casi mística reducción de todo conteni¬do psíquico excepto el puro acto del pensar ("Quid vero ex iis quae animae tribuebam? Nutriri vd incedere? Quandoquidem jam corpus non habeo, haec quoque nihil sunt nisi figmenta. Sentire? Nempe etiam hoc non fit sine corpore, et permulta sentire visus sum in somnis quae deinde animadverti me non sensisse. Cogitare? Hic invenio: cogitatio est; haec sola a me divelli nequit"). En su pureza originaria, el sujeto cartesiano no es más que el sujeto del verbo, un ente puramente lingiiístico-funcional, muy simi¬lar a la "scintilla synderesis" y al "ápice de la mente" de la mística medieval, cuya realidad y cuya duración coinciden con el instante de su enunciación (" ... hoc pronuntiatum, Ego sum, ego existo, quoties a me profertur, vel mente concipitur, necessario es se verum ... Ego sum, ego existo; certum esto Quandiu autem? Nempe quandiu cogito; nam forte etiam fieri posset, si cessarem ab omni cogitatione, ut illico totus esse desinerem").
La impalpabilidad y la insustancialidad de ese ego se traslu¬ce en las dificultades que tiene Descartes para nombrarlo e identificarlo más allá del ámbito de la pura enunciación yo pienso, yo soy, y en la insatisfacción con que, forzado a abando¬nar la vaguedad de la palabra res, enumera el vocabulario tradi¬cional de la psicología ("res cogitans, id est mens, sive animus, sive intellectus, sive ratio"), quedándose finalmente, no sin va¬cilaciones, con la palabra mens (que se convierte en espriten la edición francesa de las Meditations de 1647). Sin embargo, inmediatamente después (con un salto lógico cuya incoheren¬cia no se les escapaba a los primeros lectores de las Meditacio¬nes, en particular a Mersenne y a Hobbes, que le reprochará a Descartes una deducción análoga a "je suis promenant, donc je suis une promenade" ), este sujeto es presentado como una sustancia, contrapuesta a la sustancia material, a la cual se le vuelven a atribuir todas las propiedades que caracterizan al alma de la psicología tradicional, incluidas las sensaciones ("Res cogitans? Quid est hoc? Nempe dubitans, intelligens, affirmans, negans, volens, nolens, imaginans quoque, et sentiens"). Y este yo sustantivado, en el cual se realiza la unión de noús y psyché, de experiencia y conocimiento, suministra la base sobre la cual el pensamiento posterior, de Berkeley a Locke, construirá el concepto de una conciencia psíquica que sustituye, como nuevo sujeto metafísico, al alma de la psicología cristiana y al nous de la metafísica griega.
La transformación del sujeto no dejó de alterar la experiencia tradicional. En tanto que su fin era conducir al hombre a la madurez, es decir, a una anticipación de la muerte como idea de una totalidad acabada de la experiencia, era en efecto algo esencialmente finito, era algo que se podía tener y no solamente hacer. Pero una vez que la experiencia comience a ser referida al sujeto de la ciencia, que no puede alcanzar la madurez sino únicamente incrementar sus propios conocimientos, se vuelve por el contrario algo esencialmente infinito, un concepto "asintótico", como dirá Kant, algo que sólo es posible hacery nunca se llega a tener- nada más que el proceso infinito del conocimiento.
Por eso quien se propusiera actualmente recuperar la experiencia tradicional, se encontraría en una situación para¬dójica. Pues debería comenzar ante todo por dejar de expe¬rimentar, suspender el conocimiento. Lo cual no quiere decir que sólo con eso haya recobrado la experiencia que a la vez se puede hacer y se puede tener. El viejo sujeto de la experiencia de hecho ya no existe. Se ha desdoblado. En su lugar hay ahora dos sujetos, que una novela de principio del siglo XVII (o sea en los mismos años en que Kepler y Galileo publican sus descubrimientos) nos muestra mien¬tras caminan uno junto al otro, inseparablemente unido en una búsqueda tan aventurera como inútil.
Don Quijote, el viejo sujeto del conocimiento, ha sido encantado y sólo puede hacer experiencia sin tenerla nunca a su lado, Sancho Panza, el viejo sujeto de la experiencia sólo puede tener experiencia, sin hacerla nunca.

Glosas

l. Fantasía y experiencia
Nada puede dar la medida del cambio produci¬do en el significado de la experiencia como el trastorno que ocasiona en el estatuto de la imagina¬ción. Pues la imaginación, que actualmente es ex¬pulsada del conocimiento como "irreal", era en cambio para la antigüedad el medium por excelen¬cia del conocimiento. En cuanto mediadora entre sentido e intelecto, que hace posible la unión en el fantasma entre la forma sensible y el intelecto po¬sible, ocupa en la cultura antigua y medieval exac¬tamente el mismo lugar que nuestra cultura le asig¬na a la experiencia. Lejos de ser algo irreal, el mundus imaginabilis tiene su plena realidad entre d mundus sensibilis y el mundus intelligibilis, e in¬cluso es la condición de su comunicación, es decir, del conocimiento. Y desde el momento en que la fantasía, según la Antigüedad, forma las imáge¬nes de los sueños, se explica la relación particular que en el mundo antiguo vincula al sueño con la verdad (como en las adivinaciones per somnia) y con el conocimiento eficaz (como en la terapia mé¬dica per incubatione). Lo cual todavía sucede en las culturas primitivas. Devereux cuenta que los mohave (que no difieren en esto de otras culturas chamánicas) consideran que los poderes chamá¬nicos y el conocimiento de los mitos, de las técni¬cas y de los cantos que se relacionan con ellos, se adquieren en sueños. E incluso si se adquirieran en el estado de vigilia, permanecerían estériles e inefi¬caces hasta tanto no fuesen soñados: "así un chamán, que me había permitido anotar y apren¬der sus cantos terapéuticos rituales, me explic6 que no obtendría igualmente el poder de curar, porque no había potenciado y activado sus cantos mediante el aprendizaje onírico".
En la fórmula con que el aristotelismo medieval recoge esa función mediadora de la imaginación ("nihil potest horno intelligere sine phantasmate"), la homología entre fantasía y experiencia todavía es perfectamente evidente. Pero con Descartes y el nacimiento de la ciencia moderna la función de la fantasía es asumida por el nuevo sujeto del conoci¬miento: el ego cogito (debe advertirse que en el vo¬cabulario técnico de la filosofía medieval cogitare designaba más bien el discurso de la fantasía y no el acto de la inteligencia). Entre el nuevo ego y el mundo corpóreo, entre res cogitansy res extensa, no hace falta ninguna mediación. La expropiación de la fantasía que resulta de ello se manifiesta en el nuevo modo de caracterizar su naturaleza: mientras que en el pasado no era algo "subjetivo", sino que era más bien la coincidencia de lo subjetivo y lo objetivo, de lo interno y lo externo, de lo sensi¬ble y lo inteligible, ahora emerge en primer plano su carácter combinatorio y alucinatorio, que la Antigüedad relegaba al fondo. De sujeto de la expe¬riencia, el fantasma se transforma en el sujeto de la alineación mental, de las visiones y de los fenómenos¬ mágicos, es decir, de todo lo que queda exclui¬do de la experiencia auténtica.

(…)